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Siria, una excepción desperdiciada

* Por Andrés Criscaut. Durante gran parte del período de la Guerra Fría el mundo occidental estuvo esperando que ocurriera la lógica del "efecto dominó", en donde todo país que cayera bajo la influencia soviética arrastraría a sus vecinos.

Durante gran parte del período de la Guerra Fría el mundo occidental estuvo esperando que ocurriera la lógica del "efecto dominó", en donde todo país que cayera bajo la influencia soviética arrastraría a sus vecinos. Aunque esa obsesión de los estadounidenses para contener el supuesto derrame internacional del comunismo nunca se produjo en esos términos, la estructura bipolar de un planeta dividido en dos "áreas de cobertura" de las dos superpotencias dejó un margen de maniobras que muchos países supieron aprovechar. Como dijo el brillante historiador texano de la Guerra Fría, John Lewis Gaddis, fueron ciertas ocasiones en que "los débiles pudieron imponerse sobre los fuertes (...), las fichas del dominó descubrieron que resultaba útil mostrar de vez en cuando su propensión a caer". Por aquellos tiempos la histeria de varios líderes del Segundo y Tercer Mundo fue tan acuciante que a principios de los años 60 del siglo pasado Walt Rostow, uno de los principales asesores del presidente John F. Kennedy, llegó incluso a confesar que "no hemos encontrado la manera de emplear nuestro gran poder para que nuestros socios hagan aquello que deben hacer, pero no desean".

Una de las zonas que mejor supo utilizar ese coqueteo pendular entre Moscú y Washington fue Medio Oriente y el mundo árabe, donde ahora sí se está verificando uno de los "efectos dominó" más espontáneos y virulentos que tenga recuerdo la historia.

Primero fue, a principio de año, el presidente de Túnez, Zine Ben Ali, al frente durante más de dos décadas de una de las dictaduras más férreas, aunque también prósperas, del norte de África.

Un mes después cayó en Egipto el septuagenario presidente y militar educado en las mejores academias castrenses de Moscú, Hosni Mubarak, que gobernó durante más de treinta años el país más poblado del mundo árabe.

La tercera no fue precisamente la vencida, porque el libio Muammar Khadafi y el yemení Alí Saleh decidieron, a sus casi 70 años, ponerle un muro de contención a la ola de "primaveras árabes" invocando el fantasma del sectarismo y la guerra civil.

Pero aquí se acaban las similitudes entre estos cuatro viejos equilibristas que hábilmente supieron preservarse más allá de la caída del muro de Berlín.

El tercer hombre fuerte de la región "en problemas", el presidente sirio Bashar Al Asad, es sustancialmente diferente, y por eso mismo recae sobre él con mucho más peso la irresponsabilidad actual de sus actos. A diferencia del cuarteto de gerontes próximos, "él es un hombre joven de 45 años -escribe el historiador y autor del libro Siria Acorralada, el alemán Carsten Wieland-, no hizo un pacto ni con Estados Unidos ni con Israel y se mantuvo activo y cercano a varios temas sensibles a la opinión pública local. Además tuvo varios aciertos que le otorgaron legitimidad: durante los diez años de su gobierno hizo importantes progresos (económicos, mas no políticos), en áreas no directamente relacionadas con la democracia o los derechos humanos, y mantuvo la estabilidad del país en momentos de grandes turbulencias en los vecinos Irak y Líbano. También logró cultivar una imagen pública humilde, y su partido secular y socialista árabe, el Baas, ha salvaguardado una atmósfera de relativa tolerancia religiosa y étnica que muchos admiran en la región".

Es que más allá de los varios factores comunes que están revolucionando al mundo árabe (40 por ciento de los sirios son menores de 15 años, en su mayoría sin empleo, falta de libertades, inflación, 12 por ciento del pueblo bajo la línea de pobreza, etcétera), si Medio Oriente fuese un cristal rajado, Siria estaría justo donde se produjo el impacto que lo rompió. Cerca de ese país parten las líneas de clivaje culturales e identitarias que dividen a la gran mayoría del mundo musulmán entre árabes, turcos, persas (iraníes) y kurdos. Aunque durante siglos la región árabe gravitó en torno a tres centros de poder (El Cairo, Damasco y Bagdad), el Imperio Turco Otomano fue la primera estructura estatal moderna que los englobó, pero de una manera laxa que no afectó demasiado las tradicionales formas de pertenencia ligadas a la familia, el clan, el pueblo, la congregación, etcétera. Pero las divisiones culturales previas se vieron aún más afectadas cuando entró a aplicarse, "importado" por el colonialismo europeo a principios del siglo XX, el concepto de Estado-Nación, que trastocó para siempre todas las dinámicas sociales y políticas existentes.

"Donde antes casi no había diferencias, ahora existían fronteras, pasaportes, visas, monedas, aduanas e idiomas y administraciones oficiales (en francés o inglés). Donde antes había una población árabe casi indiferenciada, ahora había, jordanos, egipcios, iraquíes...", como escribió el historiador israelí Baruch Kimmerling sobre estas líneas virtuales que comenzaron a surcar los desiertos de la zona. A su vez Occidente no realizó la promesa hecha a "los árabes" de otorgarles un Estado propio si ayudaban a derrocar al imperio turco, aliado a Alemania durante la Primera Guerra Mundial. La zona donde Damasco imaginaba una "Gran Siria" quedó dividida en nuevas estructuras administrativas llamadas Jordania, Palestina, Irak, Líbano... y Siria. Por si esto no fueran ya suficiente, en este último "país" la administración francesa, aplicando el principio del "divide y reinarás", ahondó la brecha existente dentro de la religión islámica y montó su estructura colonial sobre la minoría chiíta para gobernar sobre la mayoría sunita de los "nuevos" sirios.

Aunque la pequeña elite de los Al Asad que controla actualmente casi todos los estamentos del Estado pertenece a la rama alauita de los musulmanes chiítas (13 por ciento de la población siria contra un 74 por ciento de sunitas y un 10 por ciento de cristianos), también está al frente del gobierno laico del omnipresente Partido Socialista Árabe Bass (resabio de aquel sueño del gran Estado árabe abortado que se trasluce en los colores comunes las banderas siria, egipcia, iraquí y yemení). Es por eso que algunas medidas adoptadas hace unas semanas por el presidente Bashar para aplacar las protestas pro democráticas están relacionadas con estos factores estructurales: Damasco volvió a permitir el uso público del velo musulmán y cerró el único casino oficial de país (dos guiños orientados a los líderes religiosos de la mayoría sunita), y le otorgó la ciudadanía a 250 mil kurdos sirios (9 por ciento de la población) que Damasco discriminaba desde 1962 acusándolos de ser "turcos que cruzaron ilegalmente la frontera". También, a diferencia de gran parte de los ancianos gobernantes árabes, Bashar, enfrascado en sus estudios de oftalmología en Londres, tampoco estuvo manchado directamente por la sangre derramada para contener el despertar del Islam político en Siria en la década de los 80. Fue su padre, Hafez "el León" Asad, quien se encargó de "estabilizar" y "secularizar" el país tras su golpe de Estado en 1971 pavimentando las calles de la ciudad de Hama en 1982 con más de 10 mil cadáveres de los Hermanos Musulmanes. Esto no le impidió a Damasco cerrar filas con el régimen teocrático que gobierna Irán y apoyar a los chiítas religiosos libaneses de Hezbollah y a los integristas palestinos de Hamas que combaten contra Israel.

Y es precisamente la eterna atmósfera de confrontación que mantiene Siria con Tel Aviv por los Altos del Golán (anexado al territorio israelí tras la guerra de los Seis Días de 1967) que Damasco justificó instaurar hace casi medio siglo un terrorífico estado de sitio que permitía arrestar arbitrariamente y prohibir los partidos políticos y las manifestaciones públicas.

Pero esto supuestamente terminó el jueves cuando Asad, contradictoriamente, levantó estas medidas mientras sus uniformados mataban a casi 200 manifestantes, cerrando para siempre en estas Pascuas la legitimidad que lo habilitaba para transformarse en el gran reformador de su país. Como dijo el historiador y periodista británico Robert Fisk: "Ya es tarde, Asad decidió hacer ahora lo que tendría que haber hecho en 2000, cuando asumió el poder tras la muerte de su padre. Una vez que se hacen concesiones, la gente en las calles quiere más, y ahora reclaman la última demanda: el final del dictador".