Del lujo importado al ritual de diciembre: la historia local del pan dulce
De bocado exclusivo a producto de góndola, el pan dulce recorrió en la Argentina un camino tan largo como silencioso. Hoy aparece en versiones industriales, artesanales, económicas o de autor, pero su historia local empieza mucho antes de que se convirtiera en un infaltable de diciembre.
Su desembarco en las mesas porteñas se ubica hacia fines del siglo XIX y tiene nombre propio. Leone Antonio Marcolla, pariente del dueño de una refinada confitería del centro, aprendió el oficio entre bolsas de harina y hornos encendidos. No solo perfeccionó la receta sino que tuvo una idea que para la época fue disruptiva: llevar el panettone hasta la casa del cliente. Sin saberlo, había inventado el delivery aplicado a la pastelería navideña.

El crecimiento del consumo trajo también nuevas improntas. Canale fue quien marcó un antes y un después al imponer el estilo genovés, con una miga húmeda y generosa, producida en grandes cantidades en las sobadoras de la histórica Fábrica Talleres y Panadería Viuda de Canale e Hijos. El pan dulce empezaba a dejar de ser un lujo ocasional para instalarse en la mesa familiar.
En paralelo, la popularización del producto encontró una aliada inesperada en los medios. Doña Petrona C. de Gandulfo, la gran pedagoga de la cocina doméstica, enseñó durante décadas a preparar pan dulce desde la radio y la televisión, del mismo modo en que explicaba cómo deshuesar un pollo o coordinar las tareas del hogar.
Aunque Marcolla quedó asociado para siempre al lema “el apellido del pan dulce”, el imaginario colectivo sumó otro nombre con fuerza hacia fines del siglo XX. En los años 90, Plaza Mayor se convirtió en sinónimo directo de pan dulce. Basta mencionarlo para que aparezca la postal repetida cada diciembre: largas filas sobre la vereda del restaurante de Monserrat, cámaras de televisión y compradores pacientes esperando su turno.
Federico Yahbes, gerente e hijo del fundador del restaurante español ubicado en la esquina de Venezuela y San José, sostiene una curiosa cábala. Prefiere no contar cuántas unidades vende por temporada. La decisión nació en 1990, cuando se formó la primera cola. “Mi papá me preguntó cuánto habíamos vendido y yo no supe qué responder. Estaba tan impactado por lo que pasaba que ni hice la cuenta. Desde ese día decidimos no llevar estadísticas para no quemar el fenómeno”, recuerda.
La receta, en cambio, no se toca. Cerezas, higos en almíbar, nueces chilenas, almendras californianas, castañas de cajú, frutas escurridas y pasas de uva integran un pan dulce que se mantiene fiel a una sola versión.
Con el paso del tiempo, el pan dulce dejó de ser únicamente una preparación para convertirse en un objeto cargado de sentido. Aparece en mesas opulentas y en celebraciones austeras, viaja en bolsas de papel, cajas de cartón o envoltorios de plástico. No importa el envase porque el pan dulce funciona como un código compartido que, una vez al año, pone a todos en la misma escena.
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