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Asesinos con buena educación

Un buen colegio, regalos de marca y un deporte con onda no reemplazan la charla en el comedor diario.

Sí, reflexionamos a partir del crimen de Fernando Báez Sosa (18). No hay justificación. No hay lógica. Diez contra uno. Por una camisa manchada o por un empujón producto del pogo. Lo emboscaron de atrás. Lo fueron a buscar. Lo golpearon, lo patearon. Se arengaban entre ellos. Lo dejaron inconsciente. Siguieron hasta matarlo. Se fueron caminando. Hicieron un chiste en medio del allanamiento. Involucraron a un inocente. Pretenden una defensa en conjunto para lograr la carátula “homicidio en riña” y obtener una pena entre los dos y seis años.

Cada punto del relato genera impotencia, una gran resistencia a empatizar con una sociedad con este grado de violencia. Todos estamos de acuerdo que la peor parte se la llevó Fernando, y luego, sus padres. En eso no hay contradicción posible. Él fue la víctima de muchos victimarios, que no son solamente los diez rugbiers. Detrás de estos hay diez familias. Y si bien es más simple para nuestra conciencia pensar que se trata de una suerte de mafiosos malignos que nada hicieron por esos chicos que hoy la sociedad sufre; tratemos de ir más allá.

Eran diez, tienen entre dieciocho y veintiún años, mayores de edad por un par de años o de meses. Según lo declarado por vecinos, varios contaban con hechos violentos en su haber. Sin embargo se fueron de vacaciones juntos y solos a la costa. Hoy tienen que responder por su acto, frente a la ley y a la opinión pública. Las redes y los medios explotan de comentarios deseándoles todo lo que uno ya sabe les pasará al poner un pie dentro de la cárcel.

Vamos más allá. ¿De qué se trata la buena educación? ¿Colegios privados con cuotas altas, idiomas, certificados, títulos homologados en el exterior, la posibilidad de desempeñarse en uno o varios deportes, aprender un instrumento, o programación? ¿Resolverle los problemas? ¿Ayudarlo a salirse con la suya, a obtener lo que quiere? ¿Pretender que gane, que sea “mejor” que el de al lado?¿Justificarlo en sus malas acciones?¿Entenderlo si no está de humor?

Hubo generaciones de límites muy rígidos, de padres muy severos, de mucho deber y poca explicación. “Porque sí” o “porque lo digo yo” eran muletillas suficientes para aclarar de qué lado estaba la autoridad. Obviamente esta modalidad tenía sus problemas. No había un registro del niño, y generalmente se resolvía en pos de la conveniencia del adulto.

Hoy, estamos viviendo las consecuencias del otro extremo. Niños que se imponen frente a sus padres, que exigen en lugar de pedir, que imponen su deseo por encima del resto y pierden el deseo al no encontrar ningún límite. Adolescentes que no respetan horarios ni jerarquías. Adultos culposos por trabajar o por no hacerlo, adultos dubitativos y contradictorios e inmaduros. Padres sin paciencia y sin autoridad. Delegan en una institución, en una play, en otro; su deber. Y luego, con culpa, tratan de evitar que el niño o adolescente se enfrente a las consecuencias de sus acciones.

Todo va a escalando; las malas notas y el desinterés, las respuestas con malos modos, la falta de colaboración con las tareas del hogar, el respeto nulo por las autoridades, la carencia de referentes y de registro sobre su entorno.

Después llegan las noticias, las estadísticas, los estudios e informes: adolescentes con depresión, suicidio adolescente, las adicciones en la adolescencia, la violencia y los crímenes.

La indiferencia es la que nos está matando. El no hacerse cargo, el no medir las consecuencias. La falta de diálogo y de profundidad. La falta de sobremesa, de comedor diario. De conocer al otro, de saber cómo está, el interés genuino, la presencia.

La educación no se puede delegar. Un crimen no es un accidente. Esto no fue mala suerte. Este homicidio es reflejo de muchas problemáticas de la sociedad en la que vivimos. Qué hacemos para modificarla o para retroalimentar este sistema violento, ahí yace la responsabilidad de cada uno.     

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