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Quemos periodísticos: gobernador y calzones

Habían corrido los años, esta zanguanga había aprendido alguito del oficio, pero en el tema papelones seguía igual. O incluso empeorando.

Por avatares de mi trabajo debí entrevistar a un gobernador que reinaba una provincia del norte. Allí arribé una mañana bien temprano, pero como la reunión no pudo ser a esa hora, pasó para la tarde. "Tarde", en el norte, es siempre después de las cinco ya que, junto con la bandera, la siesta es una insignia patria. ¿Qué puede hacer una persona razonable mientras el resto se dedica a apolilllar...? Pues arrebujarse en la cama del hotel y entregarse a los brazos de él.

Con la conciencia profesional absolutamente tranquila, pues de ese gobernador lo sabía todo, me despatarré en la lujuria de las campanas y salté de la cama con el tiempo justo para vestirme corriendo y llegar a la gobernación. En ese instante, víctima del apuro, se me perdió una prenda íntima, esa que se coloca entre una misma y el pantalón. Ya con el reloj en contra, saqué otra de la valija, me enfundé en el mismo pantalón y salí volando hacia la Casa de Gobierno.

De más está decir que no fue puntual. Por ende, en su elegante sala de espera comenzaron a amontonarse los personajes más representativos de la provincia: ministros trajeados como para casorio, intendentes relucientes de gomina, unos inexplicables gauchos recién salidos de una boutique para yanquis y, en medio de todos, la abajo firmante que, amén de dudosa periodista, es inveteradamente chusma. Al poco tiempo me desplazaba de grupo en grupo comadreando alegremente con todos. Y aunque jamás tendré el look de Oriana Fallaci, según mi opinión estaba por lo menos presentable. Más aún, de acuerdo a mis propias fantasías, me manejaba con el aplomo de la duquesa de Windsor y la elegancia de Grace Kelly en "Alta sociedad".

Así me informé desde los proyectos hidráulicos de la provincia hasta la más recóndita intimidad de los presentes. Agrego, además, que la vida privada de los funcionarios era la cosa más aburrida que había escuchado en mi vida.

Luego de ese largo esperar pasé al imponente despacho del gobernador y comenzó el reportaje. Cubramos con un manto de olvido lo preguntado y lo dicho, ya que no hace a la cuestión, y retomemos la escena en el momento en que terminó la entrevista, saludé al mandatario y volví a la sala de espera. Con la mayor parsimonia me despedí de todos los jerarcas amontonados; les dejé hasta besos para los chicos y me dirigí a una de las secretarias para pedir un auto.

Allí, ¡¡¡la catástrofe!!! Justito cuando con paso majestuoso avanzaba por el hall principal rumbo a la calle, sentí a mis espaldas una voz femenina que medio atorada susurraba: Señora, le asoma algo... ¡¡¡¡¡Síííí!!!!! Era el calzón perdido. El maldito había quedado en una de las piernas del pantalón y al vestirme terminó colgando por la parte de atrás, a la altura del zapato, cual una extraña tripa de encaje.

¡Todo el tiempo que pasé allí haciendo facha, anduve revolcando el calzón por el piso! ¿Ustedes creen que a Oriana Fallaci alguna vez le sucedió algo igual? Me consuelo pensando que, a lo mejor, ella no usaba bombachas.