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Laberinto sin salida

*Por James Neilson. En tiempos de zozobra, se multiplican los que suponen que de haber estado presentes en la creación, habrían podido dar algunas indicaciones muy útiles.

De las palabras que le son atribuidas, parecería que el monarca castellano sentía que el mundo se había equivocado de rumbo pero que corregirlo necesitaría cambios tan profundos que sería vano, además de demasiado tarde, pensar en ellos. En la actualidad, muchos comparten la misma sensación. Aunque casi todos se afirman convencidos de que el sistema capitalista –o sea, la economía mundial, porque con la excepción parcial de algunos lugares paupérrimos como Corea del Norte, variantes del capitalismo imperan en todas partes– ya no funciona como es debido y por lo tanto hay que someterlo a reformas radicales, pocos quieren entrar en detalles.

La falta de entusiasmo por innovaciones drásticas puede comprenderse; desde las décadas finales del siglo XIX, los muchos intentos de subordinar la economía a la voluntad de los gobernantes supuestamente benignos han tenido consecuencias a lo mejor decepcionantes, a lo peor horrorosas. Como a esta altura sabemos, es maravillosamente fácil y a menudo muy provechoso denunciar con la pasión apropiada las lacras del mundo tal y como es, imputándolas a la malignidad de poderosos determinados, llamando así la atención a la sensibilidad propia. En cambio, remediarlas no lo es del todo. Por lo demás, en la Argentina y en muchos otros países, los artífices de los desastres sociales más notables se destacaban por su bondad solidaria.

De acuerdo común, el gran defecto del capitalismo occidental contemporáneo consiste en su incapacidad para garantizar una cantidad suficiente de empleos dignos. En España se habla de "una generación perdida", ya que está sin trabajo formal la mitad de los menores de 25 años, mientras que en Grecia, Portugal e Italia la situación es casi tan desalentadora. ¿A qué se debe la hambruna ocupacional? A que para quienes están en condiciones de crear fuentes de trabajo no les conviene arriesgarse porque les costaría demasiado y porque muchos que están buscando un nicho en el mercado laboral no cuentan con las calificaciones mínimas necesarias. Según los voceros empresariales, en Europa hay un superávit de jóvenes con diplomas que nos aseguran que son diseñadores, sociólogos o expertos en temas mediáticos, pero escasean los ingenieros y otros técnicos que podrían aportarles algo que en su opinión les sería útil. En cuanto a "los indignados" españoles y sus equivalentes de otras latitudes, no suelen ser de la clase de persona que un empresario prudente quisiera emplear.

¿Ayudaría reprimir a los financistas, aquellos especuladores que mueven montos astronómicos de dinero virtual, actividad que les permite ganar millones de dólares o euros en un par de días sin contribuir nada tangible al bienestar común? Ensañarse con ellos es muy tentador, casi irresistible, pero no serviría para mucho; antes bien, existen buenos motivos para creer que sería contraproducente.

Otra "solución", una que con toda probabilidad será adoptada por muchos gobiernos, consistiría en erigir barreras proteccionistas para que los fabricantes europeos, norteamericanos y latinoamericanos puedan seguir operando sin tener que preocuparse por la competencia asiática; por desgracia, entraña la desventaja de que a los perjudicados, comenzando con los chinos, no les gustará para nada ver frenado así su propio desarrollo. Se preguntarán: ¿no tenemos derecho a disfrutar de un nivel de vida comparable con el alcanzado por los occidentales? Ya sabemos la respuesta; si su progreso económico se ve obstaculizado por decisiones políticas tomadas en Europa o Estados Unidos, llegarán a la conclusión de que sus "socios" comerciales son en realidad sus enemigos y reaccionarán en consecuencia.

En los años próximos, las elites políticas de todos los países tendrán que encontrar el modo de mantener conformes con su destino a millones de personas que, en términos económicos, serán superfluos. Además de darles dinero para que puedan sobrevivir, tendrán que convencerlos de que no son parásitos. Si bien a los desocupados crónicos, cuando no hereditarios, no les importa depender de la caridad comunitaria, a los consustanciados con la "ética de trabajo", sentirse útiles es una necesidad. Antes de estallar la "crisis de endeudamiento", los gobiernos de los países más ricos pudieron atenuar el problema inventando un sinnúmero de empleos sociales y organizando programas que en teoría servirían para enseñar nuevos oficios a quienes habían cumplido funciones que se hicieron obsoletas o antieconómicas, pero en una época signada por la austeridad dichas alternativas dejarán de ser viables.

Todo sería más sencillo si se rompiera por completo el vínculo que se ha formado entre los ingresos de cada uno por un lado y el prestigio social por el otro. En algunas sociedades de cultura un tanto anticuada, las viejas pautas se han conservado hasta cierto punto, pero han desaparecido en las demás. No sólo aquí sino también en muchos otros países, los estudiosos que se interesan en tales asuntos se han habituado a dividir la población en clases "alta", "media" y "baja" según el dinero conseguido. Algo parecido sucede en el mundo del deporte –pocos días pasan sin que se publiquen tablas de posiciones basadas en las ganancias de los distintos deportistas– y en otras actividades, sin excluir las netamente culturales.

Para hacer aún más oscuro el panorama que enfrentamos, nadie ignora que en el mundo actual es forzoso ser "competitivo", prioridad universal que presupone privilegiar lo económico por encima de todo lo demás. Así, pues, justo cuando gracias a la evolución de la tecnología el "capitalismo" –o cualquier otra modalidad económica concebible, salvo, quizás, una que sólo aseguraría la subsistencia– se ha vuelto tan capital intensivo que puede producir cada vez más con cada vez menos empleados, los gobiernos se creen obligados a sacrificar todo en aras de la eficiencia del conjunto. Por ser cuestión de un dilema sin ninguna solución evidente, es sin duda natural que las elites políticas, económicas y académicas se sientan tan desconcertadas por lo que está ocurriendo como quienes les están reclamando una salida ya, del laberinto cerrado en el que el mundo se ha metido.