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El dilema de ser docente

* Por Hugo Zanet. Las familias esperan encontrar en el docente lo que a ellas les falta para ver crecer a sus hijos felices, y como ciudadanos honestos, responsables y solidarios.

La docencia implica, por su misma naturaleza, alteridad. Ese "otro", el alumno, el educando, es la razón por la que una persona elige y abraza esta profesión que, como tal, lleva de suyo un ineludible compromiso: estar al servicio de cada proyecto de vida que las familias le confían, para que sus hijos accedan a una educación formal e integral.

El docente es el puente por el que otra persona atraviesa una etapa decisiva de su propia vida, cuyo punto de partida está en los primeros años y termina cuando el alumno egresa, se emancipa de la escuela y, aun así, sigue vinculándose a través del tiempo.

Se puede ser un docente apegado a la reglamentación, profundo conocedor de los saberes que se transmiten, pero si no conoce a cada uno de los que tiene frente a él, difícilmente el mensaje llegue completo, pues cada uno de sus alumnos tiene una pregunta vital y decisiva: la del sentido de su existencia, que no se puede torcer ni ignorar, pero se puede acompañar a encontrarlo; mejor, se debe acompañar a hacerlo.

Ser y parecer. El docente no tiene mandato para malograr destinos: tiene responsabilidad y compromiso de ayudar a realizar esa meta llamada felicidad. No hay mandato para hacer infelices a nuestros alumnos; por eso, no alcanza el apego a los saberes, a la reglamentación, si todo ello no es parte de un todo: una persona feliz.

Esta condición, que no es para sí sino para los alumnos, amerita una permanente reflexión sobre las palabras, conocimientos y valores que se espera ver cristalizados en el testimonio de vida del educador: ser y parecer.

Me permito decir que el interlocutor debería advertir que está frente a un docente. Los títulos se obtienen en los centros de estudios y se legitiman en la hora de clase y fuera de ella, en el patio, en los pasillos, en los encuentros ocasionales.

En definitiva, para recuperar la autoestima, la autoridad, la legitimidad y la responsabilidad de hacerse cargo de los resultados, que –como es de esperar– deberían ser de permanente crecimiento y maduración.

No elegimos ser docentes para ser mercaderes de los saberes, aunque la retribución debe ser justa, sino porque se asume el compromiso de construir una sociedad donde se iguale para arriba, donde se valore el esfuerzo, la dedicación, la excelencia; no se puede dejar de soñar en que volar alto es posible y no avergüenza; en cumplir con el deber, aunque otro lo haga a medias o se valga de seudojustificativos para ‘zafar’; y no se puede callar la propia conciencia de saber que ocultamos algo no ajustado a lo justo y debido.

Esfuerzo cotidiano. Ciertamente, ser docente es un esfuerzo cotidiano y personal que requiere alimentar la riqueza interior, disfrutar de gratificaciones intangibles, darnos cuenta de que ayudamos a ser felices a cuantos educandos comparten el momento de enseñanza-aprendizaje.

Las familias, muchas veces en crisis, esperan encontrar en el docente lo que a ellas les falta para ver crecer a sus hijos felices, y como ciudadanos honestos, responsables y solidarios, capaces de construir una sociedad mejor de la que heredaron.