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El asesinato de Pedro Eugenio Aramburu: a 50 años del crimen que conmovió al país

La periodista María O'Donell realizó una investigación para retratar en un nuevo libro el estallido violento de los 70 en Argentina y la aparición de Montoneros. 

Aramburu
Aramburu
El 29 de mayo de 1970, hace medio siglo, el teniente general Pedro Eugenio Aramburu, ex presidente de facto y figura de la “Revolución Libertadora” que en 1955 derrocó a Juan Perón, fue secuestrado a las 9.15 de la mañana del interior de su departamento de la calle Montevideo entre Santa Fe y Marcelo T. De Alvear, pleno centro de Buenos Aires. Su cadáver fue hallado el 16 de julio en el sótano de la casa de campo de la familia Ramus, ubicada en la localidad de Timote, a 379 kilómetros de la Capital.

Entre el 29 de mayo y el 16 de julio, un grupo guerrillero peronista autodenominado “Montoneros” se adjudicó el secuestro y, luego, el asesinato de Aramburu, después de haberlo sometido a “un juicio revolucionario”, según los comunicados que los guerrilleros hicieron llegar a la prensa esos días y según el relato del episodio que Mario Firmenich, jefe montonero, y Norma Arrostito, una de las líderes de la banda, hicieron a “La Causa Peronista”, un órgano de prensa ligado a Montoneros que dirigía Ricardo Grassi.
 
Fue Grassi quien entrevistó a Firmenich y a Arrostito, una entrevista que hoy Firmenich niega, según revela María O’Donnell. El resultado de ese reportaje fue publicado en “La Causa…” el 3 de setiembre de 1974 y bajo el título “Cómo murió Aramburu”, a sólo dos meses de la muerte de Perón y con el gobierno de su viuda, María Estela Martínez flameando en la incompetencia. Perón había roto en mayo con Montoneros e Isabel cerró la revista después de la detallada descripción del asesinato de Aramburu.
 
Montoneros hizo responsable a Aramburu de los fusilamientos de militantes y militares peronistas en junio de 1956 y de la suerte que había corrido el cadáver de Eva Perón, en esos días desconocidos. Su asesinato marcó al país para siempre. Y si bien no fue el episodio inicial de la violencia que iba a sacudir a la Argentina de aquellos años, se convirtió en un símbolo de ella. También significó la “aparición en sociedad” de la guerrilla peronista que Perón toleró e impulsó desde su exilio en Madrid, incluso con una carta referida al asesinato de Aramburu en la que decía a Montoneros: “Encomio todo lo actuado”.

Con los años, la “historia oficial” del secuestro y asesinato de Aramburu estuvo sembrada de dudas, de contradicciones y de huecos que no fueron llenados. Del grupo original de guerrilleros responsables de la muerte de Aramburu”, solo vive Firmenich y un enigmático “El Otro”, un participante del caso cuya identidad no ha sido revelada.

En su libro “Periodismo sin aliento”, Grassi afirmó que existía un cuarto hombre. Ese era “El Otro”. O’Donnell, que entrevistó a Grassi para su minuciosa investigación, revela que el cuarto hombre es ahora un quinto, porque Grassi revió su postura y coloca en el escenario del asesinato de Aramburu al montonero Emilio Maza.

Aramburu

Firmenich, entrevistado también por O’Donnell, lo niega. En la “historia oficial” publicada por “La Causa Peronista”, con Aramburu secuestrado, Arrostito, Maza y otro guerrillero, Carlos Maguid bajaban de los vehículos que llevaban a Aramburu hacia la muerte en la esquina de Figueroa Alcorta y Pampa y marcharon a redactar los comunicados a la prensa destinados a revelar el secuestro.

Cada vez que se indaga sobre el asesinato de Aramburu, surge una nueva versión del caso: es el resultado de la exitosa política del secreto que avivan Firmenich y el enigmático “Otro”, los únicos sobrevivientes del caso.
 
María O’Donnell acometió la intensa tarea de echar luz sobre ese, y otros tantos, enigmas en uno de los capítulos concluyentes de “Aramburu. El crimen político que dividió al país- El origen de Montoneros”, que acaba de publicar la Editorial Planeta. El capítulo se titula “El quinto hombre”.

O’Donnell nació en aquel vertiginoso y decisivo 1970. Es periodista y licenciada en Ciencias Políticas de la UBA. Trabajó en Página 12 y en La Nación, a cargo de la corresponsalía de ese diario en Washington. Alberga tres premios Martín Fierro por sus trabajos en radio. Este es su cuarto libro, que sigue a “Born”, la crónica de otro golpe Montonero, el secuestro de Juan Born, heredero de Bunge y Born, que le aportó a la guerrilla peronista 60 millones de dólares de 1975. Un caso que, como el de Aramburu, extendió sus ramas hasta el presente.

Motochorros asaltaron a la periodista María ODonell

El quinto hombre (Fragmento del libro de María O'Donnell)


Nadie ni nada pudo nunca disputar la versión que Mario Firmenich instauró como precepto sobre las horas finales de Pedro Eugenio Aramburu en La Celma. No quedaron fotos, ni la cinta con la grabación del juicio, ni los escritos del general en cautiverio ni otra clase de documento o registro. Y no hay, que se conozca, otro testigo del crimen.
Solo Firmenich posee la memoria de la experiencia directa y la administra de manera muy restrictiva. Congeló su relato hace décadas, en lo dicho en el reportaje con La Causa Peronista de 1974; nunca más agregó nada relevante.

El problema es que su voluntad de imponer un relato canónico ha tolerado muy mal la prueba del paso del tiempo: en cincuenta años solo se han acumulado dudas y evidencias de que todavía oculta y manipula datos, con los que esconde otros secretos.
El periodista Ricardo Grassi, uno de los autores de la nota que ayudó a construir la narrativa oficial, emprendió hace pocos años la tarea de revisarla. (…) Él nunca dudó de la autoría material e intelectual de Montoneros a la manera del entorno de Aramburu, no estaban ahí depositados sus interrogantes. Sus dudas giraban alrededor de la consistencia del relato de Firmenich: en el testimonio que él mismo recogió detectó "evidentes omisiones y posibles tergiversaciones que reclaman respuestas".

Para empezar, la escena del final: cuanto más la repasaba, menos verosímil le parecía la descripción que había hecho Firmenich de Fernando Abal Medina en el sótano de La Celma con Aramburu, ese relato que los ubicaba solos en el instante final de la vida del general.

Una única pregunta, que le parecía demasiado obvia, abría el interrogante principal: los Montoneros estaban a punto de ejecutar el crimen que les daría notoriedad, con el que se presentarían ante los argentinos, a la vez que entrarían en su historia, ¿e iban a dejar al jefe máximo solo con el secuestrado, aislados en una habitación bajo tierra?
-Siempre tiene que haber algún testigo- me dijo Grassi mientras tomábamos un café, en uno de sus frecuentes viajes a Buenos Aires.

Las dudas le habían dado el impulso para escribir un libro, El Descamisado. Periodismo sin aliento, que publicó en 2015. Lo primero que intentó fue recurrir a la fuente original, pero rápidamente se encontró en un callejón sin salida: Firmenich ignoró sus correos electrónicos. La determinación del jefe montonero de no cooperar tampoco flaqueó entonces. (…) La última vez tomamos un café, en un Starbucks que antes había sido una linda confitería cerca de Plaza Güemes, nos quedamos dando vueltas alrededor de ese relato, aparentemente tan preciso, que Firmenich había ofrecido en agosto de 1974. A los dos nos interesaban los huecos que, en boca de alguien que toda la vida se jactó de tener una memoria prodigiosa, parecían gritar que había algo escondido.

Repasamos la secuencia final:
Abal Medina le anuncia a Aramburu que el tribunal lo condenó a muerte y lo deja solo durante media hora.

Regresa, le sujeta las manos por la espalda con una cuerda.

Antes de ponerse de pie, Aramburu pide que le aten los cordones de los zapatos; se los atan.

Como tenía la barba crecida, Aramburu pide instrumentos para afeitarse, pero se los niegan por no disponer de ellos.

Aramburu pide un confesor; si bien esa solicitud toca la fibra de los Montoneros, tan católicos, tampoco pueden acceder porque no sería razonable llevar a un cura a La Celma en esa situación; le presentan la excusa de que las rutas estaban muy controladas.

Aramburu se inquieta y les pregunta qué van a hacer con su cadáver y con su familia, si ni siquiera pueden llevarle un confesor.

Le informan que Montoneros no tiene otras cuentas pendientes con su familia, que le harán llegar sus objetos personales (se deduce que le ocultaron los planes de guardar su cadáver para exigir cambiarlo por el de Eva Perón).

Le piden que se ponga de pie y que camine: le indican la escalera para que baje.

“Ah… Me van a matar en el sótano”, dice Aramburu.

Le colocan un pañuelo con una media en la boca y le vendan los ojos; finalmente lo apoyan contra la pared.

Carlos Ramus se va de la escena: por ser el dueño de casa, le toca distraer al casero
También sale Firmenich, otro conocido en la zona por su amistad con Ramus: lo mandan a hacer ruido con una morsa para disimular las balas.

Aunque tenía la boca tapada, Aramburu pronuncia la palabra “proceda” con claridad suficiente como para ser entendido (si Firmenich no estaba ahí, se presume que es algo que le habrá contado después a él Abal Medina).

Y el final: “Fernando disparó la pistola 9 milímetros, al pecho. Después hubo dos tiros de gracia con esa misma pistola, y luego uno más con un arma calibre 45. Fernando lo tapó con una manta. Nadie se animó a destaparlo mientras cavábamos el pozo en el que íbamos a enterrarlo”.

El relato, como apuntó Grassi, se ponía “cada vez más descarnado” a medida que avanzaba, pero también más dudoso.

Firmenich no mencionó a nadie más que a Abal Medina como autor material del crimen. Pero agregó que "hubo dos tiros de gracia" (....). En toda la quinta donde un grupo clandestino, al que buscaban todas las fuerzas de seguridad del país, donde se retenía secuestrado a un ex presidente militar, ¿no había más que tres montoneros? Firmenich, creando un batifondo; Ramus, entreteniendo al Vasco Acebal; Abal, ejecutando a Aramburu.

Alguien más debía estar ahí. Es más difícil afirmar cuántos y quiénes, sin embargo.

El propio Firmenich introdujo en el relato de La Causa Peronista a un cuarto hombre que dejó sin identificar, en al menos dos momentos: cuando mencionó a un "compañero al que se veía la metra", en el momento de bajar del auto y a otro que participó de las jornadas del juicio revolucionario. Pero ese joven desapareció en el momento clave. Y el jefe montonero nunca lo mencionó con nombre y apellido.


-¿Quién era ese cuarto personaje?

-Tuvo que ser Emilio Maza -concluyó Grassi.

Por la propia lógica de Montoneros -razonó- no pudo estar ausente: tenía la misma jerarquía que Abal Medina, los dos eran jefes y los jefes encaraban las tareas más relevantes. Según la narrativa, los dos habían subido juntos al departamento de Aramburu y se lo habían llevado; no obstante, y sin una explicación razonable, Firmenich aseguró que, cuando cambiaron los autos en las cercanías de la Facultad de Derecho, Maza tomó el suyo y se quedó en Buenos Aires. En La Celma nunca lo mencionó.

Ante las imprecisiones que lo preocupaban, Grassi salió a perseguir un dato suelto que durante años había circulado entre ex montoneros: otra persona, además de Maza, había sido partícipe del crimen. “La teoría del quinto”, de la que algunos hablaban como en clave. “Yo seguí la pista porque estaba convencido de que nada se hace sin testigos. De eso no tengo ninguna duda”, me contó.

Según escribió Grassi en su libro, él buscó y encontró al quinto. Para su sorpresa, resultó que se conocían de las viejas épocas. Hablaron a condición de que no revelara el nombre ni la residencia de ese testigo oculto. Grassi lo apodó El Otro y dijo que era una persona “del mismo nivel” que Firmenich dentro de la organización, entonces sin cargo jerárquico. El Otro le confirmó que Maza era el cuarto hombre oculto en el relato de Firmenich y estuvo en condiciones de darle más detalles: dijo que él también estuvo en el sótano, con Aramburu y Abal Medina.

Con ese testimonio, Grassi modificó la escena final.

En esta nueva versión, Abal disparó y quedó abrumado: “Nunca antes había matado, y su bautismo de sangre fue el peor imaginable”. Apoyó contra la pared el brazo doblado y dejó caer su cabeza; se quedó como petrificado. “Era muy religioso y sintió mucho haberlo matado”, escribió Grassi. Por fin Abal reaccionó y le pidió al Otro que se quedara ahí mientras él subía a buscar a Maza (ahora sí, presente en La Celma). Cuando bajó, el Gordo buscó el pulso en la muñeca de Aramburu, como le habían enseñado en la facultad de Medicina. Descubrió que el militar seguía vivo. Entonces sacó con su pistola 45, y ante la mirada de Abal y el Otro le disparó dos tiros más. Volvió a buscar una señal de vida y comprobó que, esa vez sí, Aramburu había muerto. Sin más, se fue.

“En sentido estricto, no fue Abal quien lo mató. O no fue el único, según quise y pude saber treinta y seis años después”, concluyó Grassi en su texto.

Su investigación no lo satisfizo del todo. Pudo dar por resuelto el misterio de la teoría del quinto, pero le quedó otro sin dilucidar: -Nunca entendí por qué Firmenich ocultó a Maza. Es la gran duda que me queda- me dijo.

Por mi parte hice un recorrido propio. Le trasladé las dudas a Vélez Carreras, a quien la teoría del quinto nunca terminó de cerrarle: él, que estuvo desde el comienzo y creía conocer a todos, no imaginaba quién podía llegar a ser. En cambio, tenía una convicción sobre el cuarto: si alguien más estuvo en La Celma en el tramo final, solo pudo haber sido su amigo Maza: -El único sería el Gordo- razonó.

-Si fuera así, ¿por qué razón lo ocultaría Firmenich?

-Porque ha hecho de él una construcción como heredero directo de Abal Medina, como si fuesen el hermano mayor y el menor. Es lo único que se me ocurre.

En esa construcción, Abal Medina como único protagonista jugaría el papel del héroe propio: venía de la célula porteña, a la que también pertenecían Firmenich y Arrostito, tenían una historia en común; ignorar a Maza, cuando ya había muerto y no podía confrontarlo, le quitaría importancia a la célula cordobesa, de la cual había surgido la disidencia de Los Sabinos. Esa hipótesis cuaja con la línea de tiempo: los cordobeses rompieron con Montoneros antes de que se conociera el relato de La Causa Peronista. (…) Durante el almuerzo en Sitges llegué a mencionarle la teoría del quinto hombre. No hizo esfuerzos por desestimarla: al contrario, como si le diera placer la intriga que provocaba, Firmenich me dejó entender que en efecto hay más testigos que él. Nombres -uno al menos, aunque tal vez dos: fue ambiguo adrede- que aún no se conocen.

Ninguno sería el Otro de Grassi, porfió: “A ese se lo inventó”, lo desestimó en un segundo, con su tono más severo. “Es un personaje de ficción”. Su ráfaga de desdén no me dejó un resquicio siquiera para insistir.

No recordaba que Grassi hubiese participado de las entrevistas que le hicieron los periodistas de La Causa Peronista, agregó, para demoler su credibilidad. En su recuerdo, los autores del reportaje fueron Jarito Walker y Rodolfo Walsh. Ambos muertos.

-Aunque está muy mal escrito, el texto es de Walsh- reforzó.

Como nunca antes había escuchado algo semejante, volví a consultar a Grassi, quien también se fastidió.

-O le falla la memoria o tiene alguna razón de otro tipo para afirmar algo que es falso. Walsh no tenía nada que ver con la revista. Ni siquiera le gustaba, por su tono militante. (…) Nos sentamos a una mesa redonda y metálica en la vereda. Recuerdo que pedí un café y supongo que él también, pero estaba tan tensa que no presté atención a eso.
Tomé aire y le pregunté por el detalle escabroso que me había dado vueltas en la cabeza desde que leí su versión oficial de los hechos: -¿Cómo fue posible que Aramburu dijera “Proceda” en el sótano, si tenía la boca tapada con una media? Mucha gente -reconocí- ha creído advertir una inconsistencia ahí.

Firmenich tomó la servilleta de tela color bordó que estaba sobre la mesa, la dobló en cuatro, se la metió en la boca. Me miró a los ojos, empezó a mover la mandíbula y pronunció tres sílabas: -Pro-ce-da.

Sonó gangoso, pero le entendí perfecto.

Extraído de Clarín.







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