DOLAR
OFICIAL $816.08
COMPRA
$875.65
VENTA
BLUE $1.18
COMPRA
$1.20
VENTA

Democracia y República

*Por Prudencio Bustos Argañaraz. Los pueblos que saben defender sus derechos no toleran que sus gobernantes usen en beneficio de sí mismos los cargos que les han confiado.

Con ánimo de evitar equívocos, comencemos por definir los términos. Entiendo por "democracia" a la forma de gobierno en la que el conjunto del pueblo ejerce el poder mediante la elección de sus gobernantes. Y por "república", al sistema, basado también en la soberanía popular, en el que se añaden otros componentes, como la igualdad de los ciudadanos ante la ley, la división de poderes, la periodicidad de los mandatos y la publicidad de los actos de gobierno.

Bajo este supuesto, podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que al menos en el plano formal los argentinos vivimos desde 1983 en un Estado democrático, toda vez que las autoridades que nos han gobernado desde entonces han sido elegidas por el voto universal.

¿Un Estado republicano? Cabe preguntarnos si hemos logrado construir un Estado republicano; es decir, si los atributos que arriba mencioné adornan nuestro régimen político. Veámoslos uno por uno.

La igualdad de los ciudadanos ante la ley, consagrada en el artículo 16 de la Constitución Nacional, presupone la inexistencia de prerrogativas de sangre o de nacimiento, fueros personales y títulos de nobleza. Sin duda no los hay en nuestro país por lo que, prima facie, podríamos afirmar que este requisito está debidamente cumplido.

Sin embargo, a poco que escudriñemos en la profundidad de nuestro tejido social, advertiremos la existencia de asimetrías que hacen que, si bien todos somos iguales, algunos son "más iguales" que otros.

Un ejemplo es el de los gobernadores y presidentes que, con la complacencia colectiva, logran modificar en su beneficio las constituciones que marcan sus límites, para perpetuarse en el poder.
Otro está dado por la supervivencia de privilegios corporativos en favor de ciertas asociaciones, como los gremios y sindicatos. Difícilmente un ciudadano común pueda provocar de manera impune cortes de calles e interrupciones de tránsito o violar la ley sin recibir la pena que su falta lleva implícita. Los sindicalistas sí pueden, como en la práctica se comprueba a diario, y la Policía y Justicia que reprimen a aquél, a éstos los protegen.

En cuanto a la división de poderes, también en teoría funciona, no así en la práctica, cuando comprobamos la persistencia de un grave vicio en la conducta de muchos legisladores, que subordinan sus propias convicciones a las órdenes que reciben desde el Ejecutivo, lesionando severamente la independencia del poder que integran. Esa lamentable concepción disciplinaria agravia a la democracia, ya que, lejos de representar a los intereses del pueblo, esos parlamentarios representan a los de sus partidos políticos.

La periodicidad de los mandatos ha sufrido en estos últimos años serios menoscabos entre nosotros. Los cordobeses hemos padecido una flagrante violación a este principio cuando toleramos que un mismo ciudadano ejerciera durante tres períodos consecutivos el Poder Ejecutivo, lo que está expresamente vedado a los demás. La complicidad de magistrados judiciales en ese vergonzoso episodio es un argumento más a favor de la relatividad de la división de poderes.

Debo, sin embargo, anotar como un avance en este punto la firme resistencia del pueblo argentino a la consumación de un atropello semejante por parte de un presidente de la Nación, que intentó también ejercer el privilegio de gobernar 14 años seguidos.

En la publicidad de los actos de gobierno, por último, resulta necesario distinguir con claridad el significado del vocablo publicidad, que alude a la obligación de hacer públicas las decisiones de los gobernantes y que nada tiene que ver con la contratación de espacios en los medios con el dinero de los contribuyentes, para realizar autoelogios, promover determinados proyectos o, de manera lisa y llana, hacer una descarada propaganda electoral. No tengo dudas de que aquí todavía media una considerable distancia entre la realidad que vivimos y las exigencias éticas de otros países.

En Brasil, en 1995, los ministros Rubens Ricupero y Alexis Stepanenko se vieron obligados a renunciar por hacer declaraciones a favor del candidato oficialista, el después presidente Fernando Henrique Cardoso. En Chile, en 1999, la titular de Justicia, Soledad Alvear, tuvo que renunciar para sumarse a la campaña del luego primer mandatario Ricardo Lagos, y tanto ella como Michelle Bachelet dejaron las respectivas carteras de Relaciones Exteriores y de Defensa en 2004, al optar por la candidatura a presidente.

Los pueblos que saben defender sus derechos no les toleran a sus gobernantes que usen en beneficio de sí mismos los cargos que les confían. Así actuábamos los cordobeses años atrás. En 1921, el gobernador Rafael Núñez renunció para ser candidato a vicepresidente y perdió. Hoy, 90 años después, hemos retrocedido en las exigencias éticas. Gobernadores, intendentes y presidentes intervienen sin ningún pudor a favor de sus candidatos preferidos y aparecen celebrando en público con ellos si resultan ganadores, actitud que resulta impensable en otras naciones.

Todavía nos falta recorrer un largo camino para consolidar el régimen republicano y lograr que funcione en plenitud. Para llegar a esa meta es indispensable que el pueblo exija a quienes lo representan conductas ajustadas a esos principios éticos y cierre el camino a los intentos de usar sus poderes y sus atributos al servicio de todo aquello que no sea el bien común. Nadie va a venir a hacerlo por nosotros.