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¿Cómo derrotar la corrupción?

Por Ricardo Trotti* La batalla contra la corrupción jamás será ganada si los ciudadanos se mantienen indiferentes ante el secretismo y la cultura del silencio que estimulan e impulsan algunos gobiernos y no pocas entidades privadas.

Esta pelea por exigir mayor transparencia, rendición de cuentas y acceso a la información pública no es suficiente si sólo la dan las organizaciones no gubernamentales, como esta semana pidió la Alianza Regional por la Libre Expresión durante las sesiones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).

Los estudiantes en Chile, los indígenas en Bolivia, los protagonistas de la ‘Primavera Árabe’ y los del movimiento Ocupemos Wall Street en Estados Unidos, están demostrando que cuando los ciudadanos se expresan y organizan en torno a objetivos comunes, los gobiernos escuchan; y se producen cambios.

La mayor exigencia debe ser para los gobiernos ya que pocos son transparentes y muchos no cuentan con leyes de acceso a la información que los obliguen a rendir cuentas o permitir que se los audite, como Venezuela. En ese país, el grupo Espacio Público denunció que de 65 peticiones de información hechas al gobierno en el último trimestre, un 84% quedó sin respuestas.

Pero aún con esas leyes de acceso, tampoco existen garantías de gobierno abierto y transparencia.

En Guatemala, Jamaica y República Dominicana hasta los partidos políticos las incumplen,

mientras que en Canadá, una auditoría hecha por periódicos, reveló que solo un 61% de agencias gubernamentales entregó información dentro de los 30 días estipulados por una legislación vigente desde hace dos décadas.

En materia de corrupción, los gobiernos tienen doble responsabilidad, porque primero deben probar su honestidad para después exigirla. Un estudio del Banco Mundial y la Oficina de las Naciones Unidas contra el Delito, demostró cómo los funcionarios corruptos aprovechan vacíos legales y subterfugios jurídicos para malversar fondos estatales y aceptar sobornos. En cuanto a la reducción de delitos que se cometen a través de empresas fantasmas, fundaciones y fideicomisos, el estudio exigió información pública más accesible y legislación para mejorar auditorías.

Esta semana el Congreso de Brasil pareciera haber escuchado. Aprobó la Ley de Acceso y Transparencia después de ocho años de trabas, en especial de los senadores y ex presidentes José Sarney y Fernando Collor de Melo, que no se destacaron por ser gobiernos de manos limpias.

La nueva ley, que obligará al gobierno federal, a 26 estados y más de cinco mil municipios a contestar peticiones, revelar datos en internet y promover la participación ciudadana en audiencias públicas, será una herramienta que bien aprovechada, permitirá a la presidenta Dilma Rousseff profundizar su ataque contra la corrupción.

Lo destacable, es que Rousseff no tendría la determinación para luchar contra la corrupción - acaba de deshacerse de su quinto ministro esta semana - de no ser por las muestras públicas de indignación en Brasilia contra los escándalos impunes. No es para menos, en Brasil la corrupción es cultural. La Federación de Industrias calculó que en la última década, el desfalco a las arcas del Estado - es decir al bolsillo de todos - alcanzó a la vergonzante cifra de 406 mil millones de dólares, similar a la deuda externa conjunta de varios países latinoamericanos.

Existen todavía gobiernos muy renuentes a tener leyes de acceso a la información. Ojalá que la actitud de Brasil contagie a otros, como al de Cristina de Kirchner, para que no crea que el 54% de votos en su reelección, es un cheque en blanco para mantener el silencio y no investigar la corrupción propia y ajena. Ojalá también sacuda al presidente nicaragüense Daniel Ortega, quien de ser reelecto el 16 de noviembre, querrá mantener el hermetismo de su función, criticada hasta por los periodistas de medios oficiales.

La experiencia indica que si bien estas leyes no son la panacea, son el primer paso ideal para cambiar la cultura del silencio por una mentalidad más abierta y responsable, en la que los gobiernos tomen conciencia que los ciudadanos son los verdaderos propietarios del Estado y a quienes deben sus servicios.

Pero exigir esa cambio de mentalidad, no es tarea de las organizaciones, sino responsabilidad directa de los ciudadanos.