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Carlos Robledo Puch, “el ángel de la muerte” que lleva casi medio siglo en la cárcel

El asesino serial lleva 48 años en prisión por once homicidios, dos violaciones y diecisiete robos.

“Su rostro imberbe, casi aniñado, parece corresponder más bien a un adolescente temeroso”. Así describían los diarios argentinos de la época al denominado ‘El ángel de la muerte’, un delincuente de veinte años cuya apariencia física despistó a las autoridades por su aspecto inocente. Detrás de aquel joven de ojos celestes y cabello rubio, se escondía un criminal peligroso y sádico que mataba a sus víctimas por la espalda.

Robledo Puch asesinó fríamente a once personas convirtiéndose en el asesino serial más importante de Argentina. Y aunque él mismo se autoproclamó un “ladrón romántico” que emulaba al mismísimo Robin Hood, lo cierto es que con cada robo dejaba tras de sí un reguero de sangre.

Delincuente temprano

Procedente de una familia de clase media y muy religiosa, Carlos Eduardo Robledo Puch nació el 19 de enero de 1952 en Buenos Aires (Argentina). Su madre, Aída Puch, era una inmigrante alemana, licenciada en Químicas y con tendencia a la depresión; y su padre, José Robledo, trabajaba como técnico para la General Motors. Ambos intentaron educar a su único hijo en el respeto, el cariño y la bondad, pero él tenía otros planes.

Pese a su gran talento para el piano y los idiomas (hablaba español, alemán e inglés), desde muy pequeño Robledo tuvo muchos problemas de conducta que le llevaron directamente a un reformatorio. Su primer delito lo cometió con tan solo 11 años.

El muchacho tenía dificultades con la autoridad, no le gustaba obedecer y le fascinaba el lado oscuro. Por eso cuando a los quince años conoció a Jorge Antonio Ibáñez, encontró en él la horma de su zapato. La pareja congenió en su rebeldía siendo la peor pesadilla de sus compañeros de clase y sus vecinos. Comenzaron robando en la escuela para después perpetrar hurtos menores y robo de vehículos. Después los golpes fueron mayores y sustrajeron joyas y relojes en pequeñas joyerías, hasta que llegó el primer asesinato.

Era la madrugada del 3 de mayo de 1970 cuando Robledo e Ibáñez se colaron en la vivienda de una tienda de repuestos para coches donde dormían el dueño, su esposa y una de sus hijas.

Sin mediar palabra, Robledo encañonó al hombre con su pistola y le pegó dos tiros. Murió en el acto. El sonido de las detonaciones despertó a la mujer que trató de huir sin mucho éxito. El joven la disparó en dos ocasiones y una vez en el suelo, Ibáñez la violó mientras Puch vaciaba la caja registradora.

Minutos más tarde, la pareja huyó en el Fiat de Robledo y la mujer, malherida, pidió ayuda. Cuando la Policía le tomó declaración describió a uno de los agresores como “un hombre de pelo largo”.

El 15 de mayo, los adolescentes cometieron un segundo robo. Esta vez forzaron la ventana de un bar y se llevaron un importante botín, cerca de 30.000 euros. Todo podía haber acabado bien si no fuese porque Robledo abrió una puerta y descubrió a dos hombres durmiendo. Eran Pedro Mastronardi y Manuel Godoy.

De nuevo, el joven sacó su arma y los disparó hasta matarlos. Cuando los investigadores le preguntaron una vez detenido por qué los asesinó mientras dormían, Robledo respondió con sorna: “¿Qué querían? ¿Que los despertara?”. Gracias a este último pillaje, la pareja de adolescentes se dedicó a gastarse el dinero en bares, discotecas y prostitutas.

Secuestrar y violar

Nueve días más tarde cometieron un nuevo golpe. Esta vez se trataba del supermercado Tanty, donde el guarda jurado Juan Scattone estaba durmiendo, pero el ruido despertó al vigilante y comenzó a hacer la ronda. Cuando Puch avistó al hombre le ajustició por la espalda. Siempre mataba de la misma manera: varios tiros en el dorso.

Casi un mes después de este último crimen, Ibáñez propuso a Robledo que secuestrasen a una chica para violarla. Se trataba de Virginia Rodríguez, de dieciséis años, a la que el primero conoció en un bar. Mediante engaño, Ibáñez logró que la joven subiese al vehículo que acababan de robar.

Para evitar miradas indiscretas, los jóvenes tomaron la ruta Panamericana y aparcaron el coche a un lado de la carretera. Ibáñez trató de desnudar a la chica pero esta no paraba de resistirse. Finalmente, él la invitó a marcharse. “¡Vete!”, le gritó. Y ahí fue cuando Robledo le disparó por la espalda hasta en cinco ocasiones. Su amigo le acababa de hacer una señal para que acabase con su vida.

Después de robarle el dinero que llevaba en la cartera, la pareja huyó a toda velocidad con tan mala suerte que estamparon el vehículo contra un cartel publicitario. Con total tranquilidad se bajaron del auto y se dirigieron a la parada de autobús más cercana. Así fue que como llegaron hasta la ciudad.

El 24 de junio, Ibáñez y Robledo volvieron a engatusar a otra muchacha para agredirla sexualmente. Era la modelo Ana María Dinardo, de veintitrés años, que acababa de visitar a su novio en el bar Katoa. En el mismo lugar donde cometieron la anterior violación, Robledo aparcó el vehículo para que Ibáñez desnudase a la chica. Aunque Ana María se opuso con fiereza, no pudo evitar que el adolescente la agrediese.

Una vez cometida la agresión, Ibáñez la instó a vestirse y a huir del lugar corriendo. No había recorrido ni tan siquiera veinte metros cuando Robledo le dio siete tiros por la espalda.

Un nuevo cómplice

La muerte de Ibáñez en un accidente de tráfico trastocó los planes delictivos de Robledo. Era el 5 de agosto y el joven necesitaba un compañero nuevo. Encontró a Héctor Somoza, de diecisiete años, que trabajaba en una panadería y a quien ya conocía de vista. En los siguientes meses cometieron varios robos en supermercados y concesionarios de coches donde, aparte de cuantiosos botines, Puch terminó disparando a los dos vigilantes de dichos recintos.

Sin embargo, fue durante el robo a una ferretería el 3 de febrero de 1972 cuando Robledo decidió ejecutar a Somoza. Decía que le daba mala suerte porque desde que eran socios los botines eran cada vez más pequeños. Tras una fuerte discusión donde también mató al vigilante de seguridad, Robledo ejecutó a Somoza de un disparo certero en la cabeza. Para evitar que le identificasen, le quemó la cara y las manos con un soplete y huyó.

Hasta ese momento, las autoridades achacaron a la guerrilla –concretamente a los llamados montoneros- aquella oleada de robos y asesinatos en distintos establecimientos públicos. Incluso los medios de comunicación hablaban de que “un temible sindicato del crimen opera en la zona norte: asesinan vigilantes para robar empresas” y que la Policía se enfrentaba a “elementos avezados y de extrema peligrosidad”.

Todo cambió cuando los investigadores encontraron el cuerpo de Somoza y registraron su ropa. En uno de sus bolsillos tenía guardado su documento de identidad y, por tanto, podían saber quiénes eran sus amistades. Fue cuestión de horas que los agentes diesen con Robledo Puch.

La Policía se personó en el domicilio familiar del asesino y tras realizarle varias preguntas optaron por detenerle y trasladarlo para un posterior interrogatorio. Según explicó Robledo en distintas entrevistas, aquello se produjo al margen de la legalidad, bajo coacción y amenazas, y utilizando la tortura para que confesase los crímenes. Todo apunta a que emplearon la picana eléctrica –instrumento que descarga corrientes eléctricas en contacto con el cuerpo- en la lengua, los brazos, los testículos, las manos y los pies.

Tras aquel suplicio, Robledo decidió relatar todos sus crímenes. Era el 5 de febrero de 1972. Había “caído el peor asesino de la historia” en Argentina y su novia Mónica jamás sospechó nada al respecto.

La conmoción en Argentina

“La Bestia Humana”, “La Fiera”, “El Muñeco Maldito”, “El Unisex”, “El Carita de Ángel”, “El Verdugo de los Serenos”, “El Gato Rojo”, “El Tuerca Maldito”, “El Chacal” y “El Ángel Negro”, fueron algunos de los sobrenombres que los medios de comunicación argentinos le pusieron a Robledo Puch. Aquel “monstruo con cara de niño” había conmocionado a toda la sociedad. Durante semanas, la gente no hablaba de otra cosa y el enfado era tal que pedían la pena de muerte. Incluso hubo personas que intentaron agredir al homicida durante la reconstrucción de los hechos.

Así que cuando llegó el juicio, la expectación fue máxima. Días antes se había escapado del penal de La Plata. Lo encontraron en un bar y cuando rodearon el local, el fugado gritó: “¡No me maten, soy Robledo Puch!”.

La Sala I de la Cámara de San Isidro escuchó el testimonio de los forenses que examinaron al preso. Según el perito Osvaldo Raffo, el joven que acababa de cumplir los veinte años, era “dueño de una agresividad ingobernable y despojada de sentimientos de culpa”.

El experto llegó a definirlo como un “psicópata desalmado” cuya “maldad” le venía “de lejos”. De hecho, Raffo apuntó que “en cuanto si el encausado tiene desviaciones sexuales, podemos decir que sadismo sí ha existido, y esta es una forma de desviación sexual que se manifiesta frecuentemente en la personalidad perversa”. A esto se sumaba la falta de empatía y afectividad de Robledo por las víctimas.

“Durante los veinticinco encuentros que tuve con el psicópata asesino sentí que yo era el cura y él el diablo de la película El exorcista, aunque era bello y angelical”, explicó Raffo años más tarde durante una entrevista.

En cuanto al acusado, este se mostró tranquilo y sin remordimiento alguno. De hecho, cuando testificó dijo: “Que conste que siempre maté por la espalda”. Aquí el juez tenía claro que Robledo Puch era culpable de los delitos que se le imputaban. Todas las pruebas apuntaban hacia él y aquella confesión fue la puntilla para que le condenasen a cadena perpetua por 11 homicidios, dos violaciones y 17 robos. Años más tarde, ante el tribunal de apelaciones, el condenado espetó a la sala: “Esto fue un circo romano. Algún día voy a salir y los voy a matar a todos”.

48 años en la sombra

Durante los últimos 48 años, Robledo Puch se ha pasado los días jugando al ajedrez con otros presos y leyendo la Biblia. Se hizo pastor evangélico y hasta asumió su homosexualidad. Sin embargo, su salud mental está muy deteriorada. Entre los episodios que ha protagonizado: emular a Batman disfrazándose con un mantel y una máscara mientras prendía fuego a un taller y gritaba “¡fuego, mucho fuego!”.

En 2018 sufrió una neumonía multifocal que le mantuvo cinco días ingresado y tras su recuperación le trasladaron a la Unidad 28 de la cárcel de Olmos. La diferencia con otras prisiones: no tiene muros sino una alambrada en el perímetro y allí solo permanecen presos de más de 60 años. Robledo acaba de cumplir los 68.

Pese a las solicitudes de libertad condicional y las cartas pidiendo el indulto, las autoridades siempre le han denegado cualquier posibilidad de salir de prisión porque consideran “que no se ha reformado de manera positiva en ninguno de los aspectos sociológicos necesarios para vivir en libertad, además de no poseer familiares directos que puedan contenerlo”.

Su vida sigue siendo motivo de interés por parte del público. Incluso el director Luis Ortega llevó al cine su historia gracias a ‘El ángel’, un filme que se estrenó en mayo de 2018 y que participó en festivales cinematográficos como el de Cannes o el de Donostia, o premios tan relevantes como los Goya o los Oscars.

“Yo mismo podría hacer las escenas de riesgo y escribir parte del guión”, propuso Robledo en la cárcel en más de una ocasión. Al fin y al cabo, su sueño era que Martin Scorsese, Steven Spielberg o Quentin Tarantino dirigiesen la película sobre su vida y que Leonardo Di Caprio lo interpretase en la gran pantalla.

“Me inventaron porque no había un Charles Manson criollo”, afirmó en una entrevista. Y aunque añora “el mundo exterior porque no he vivido nada”, este asesino sabe “que afuera podría morir de tristeza, lejos de los muros. Sea adentro o afuera, hay una realidad: mientras todos se van en libertad, yo estoy muriéndome de a poco en este calvario”.

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