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Algo para celebrar

Maestros y profesores deben ser bien remunerados, con el deber de su constante actualización y perfeccionamiento pedagógico, para transmitir los conocimientos con la mayor eficiencia.

Junto a la celebración del Día del Maestro, conviene evaluar con serenidad de espíritu y amplitud de criterio en qué nivel está el actual sistema nacional de educación.

Por supuesto, y en esto hay un amplio consenso, el primer diagnóstico es que lejos se está del esplendor que alcanzó durante la vigencia de la Ley 1.420 de Educación Común, que hizo de la Argentina el primer país del mundo en eliminar el analfabetismo y fruto de admiración y modelo de América latina.

No resulta fácil superar en menos de dos décadas el descalabro de los años 90, cuando se impuso la Ley Federal de Educación (24.195) –antítesis de la 1.420– que nos ofrendó toda una generación de analfabetos funcionales, siempre ubicados en los escalones inferiores de las mediciones internacionales sobre comprensión de texto y otros aspectos decisivos de la formación intelectual. Todo esto, además de la eliminación de las escuelas técnicas en plena revolución informática global y la barbarie del intento de conversión de institutos en escuelas shopping.

Las mediciones estadísticas nacionales sugieren múltiples interpretaciones. Revelan, naturalmente, aspectos positivos, como la disminución de la repitencia, explicable en cierto modo por la racional disminución del número de materias en el ciclo básico: en lugar de 13, el programa consta ahora de 10, racionalidad que se afianza con la elevación a cinco horas semanales el dictado de las asignaturas del área Ciencias.

Es sano debatir acerca de los reales alcances de la repitencia y, sobre todo, de la deserción y de la desjerarquización del docente, no sólo por la postergación sistemática a que es sometido en lo económico, sino también porque, cada vez más, es convertido en víctima de la barbarie vindicativa de los padres de escolares sancionados o aplazados, siempre amparados por un irreflexivo garantismo judicial.

Desde luego, queda mucho por hacer, porque no estamos en el punto de llegada, comenzamos a salir del punto de partida. La educación debe volver a ser lo que fue en sus tiempos de esplendor: un genuino núcleo de formación intelectual y cívica de niños y adolescentes. Pero las escuelas no pueden seguir siendo lo que son ahora: centros de contención y comedores para hijos de familias excluidas. Persiste una distorsión de su misión específica: la forja inicial del ciudadano.

Seguimos creyendo que el año lectivo de 180 días es la solución perfecta para nuestros problemas educacionales, pero lo realmente importante es la calidad de la enseñanza. Maestros y profesores deben ser bien remunerados, con el deber de su constante actualización y perfeccionamiento pedagógico, para transmitir con mayor eficiencia los conocimientos. Tienen derechos irrenunciables a celebrar este día, y el pueblo, el deber irrenunciable de reconocerles, de palabra y acción, la jerarquía y trascendencia de su misión.