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Una fábula invernal

* Por Mario Goloboff . Nosotros, ahora, vivimos donde queremos. A orillas del mar o de los ríos, en la montaña o en el campo, en las grandes ciudades diseminadas por este continente sin fronteras ni muros.

Los únicos muros son los de nuestras casas, altas o bajas, amplias o estrechas, ubicadas donde nos place, donde las ocupamos o donde nos lo sugiere el Colegio.

No hay, ya, en toda la Tierra, más de algún centenar de millones de personas, un número extraordinariamente bajo para los setenta y siete mil millones que habíamos llegado a ser antes de las últimas pestes. Como nos lo ha explicado el Colegio, los que sobrevivimos éramos los mejores, los de más alta calidad.

Las pestes, se sabe, atacaron siempre a los seres humanos; a veces, a los que llamaban animales, antes de que desaparecieran; casi nunca a objetos inanimados. Durante los pasados milenios, los medios electrónicos se de-sarrollaron de manera admirable; jamás al extremo de llegar a vivificar casas y habitaciones, así que éstas permanecieron intactas. Hay que higienizarlas con espumas médicas, pero nada más. El mobiliario, los enseres, los utensilios, están impolutos y libremente disponibles. No necesitamos buscar los barrios cerrados para vivir con tranquilidad, según dicen que hacían los antiguos; ahora, el planeta entero es un barrio cerrado. Para los mejores.

Nos proveemos directamente del mar, donde han sido salvados por completo los peces, mariscos, crustáceos, y de la naturaleza terrestre que excede con sus alimentos lo que podamos pretender. Cuando hay un diferendo, los delegados del Colegio lo zanjan, siempre por medios electrónicos, jamás personales, y proseguimos sin dificultades.

No tenemos negocios, economía, clases sociales, ni siquiera sociedad. Nadie se entromete con nadie, cada uno obtiene lo que necesita a diario, y gracias a ello todo funciona bien. Alguna vez, en la generación de mis abuelos, aparecieron ciertos personajes extraños, tan extraños como para llegar a sostener públicamente que éste era un paraíso de zombis, pero esos dichos fueron inmediatamente acallados por el Colegio, y se supone que los personajes extraños también.

Otra de las ventajas de que gozamos es la de tener tantos bienes a nuestra disposición, por lo cual, se asegura, no habrá necesidad de trabajar, al menos durante los próximos cien o ciento cincuenta años. Es preciso consumir buena parte de lo que hay, porque la acumulación de riquezas fue tanta que por estos días podrían terminar aplastándonos. Para evitarlo, sostenían nuestros primeros sobrevivientes, fue creado el Colegio: para administrar esa inmensa fortuna, para que no nos aplaste. Como lo hizo la peste.

El Colegio es así de atento, así de magnánimo, y se ocupa sin ningún interés egoísta en nuestra suerte. Está integrado por médicos, ambientalistas y expertos en número no conocido, que se reúnen en lugares no conocidos. Lo que sí se conoce son sus decisiones, sabias y ecuánimes, aceptadas con el mayor beneplácito en cualquier parte habitada del orbe. Todos las respetamos y nadie imaginaría transgredirlas. El es impersonal, es inmaterial, es justo.

Una ventaja adicionada es la de tener esta lengua única, a la que normalizan de modo permanente los puntos ópticos, a lo largo, lo alto y lo bajo de este mundo también único.

Puesto que hoy no quedan extranjeros en ningún lugar (mejor dicho: todos los somos), la medida de la unificación de las lenguas, como siempre las del Colegio, ha sido sabiamente asumida y unánimemente aceptada. En realidad, dicha norma fue adoptada al cabo de una milenaria práctica verbal que condujo casi naturalmente a ella, y no hizo más que consagrar el estado de interpenetración y deformación al cual, con el uso, las anteriores lenguas arribaron. Parece ser que la degeneración de todas llevó a la feliz reconstitución de una. En fin, a veces nos animamos a pensar que quizá no sea una lengua, sino la suma y condensación de todos aquellos desechos...

Algunos creen, admitimos, sin decirlo en voz alta, que este lenguaje único ha empobrecido nuestro pensamiento, nuestra cultura, nuestro porvenir como humanidad. Pero tal vez no sea justo opinar así, porque la unificación y normalización de la lengua han logrado que todos nos comuniquemos con suma facilidad, lo hagamos con señales simples y claras, sin las ambigüedades y falsedades que, dicen, volvían antes tan complejas las relaciones, causaban malentendidos, conflictos inmensos, peleas inútiles, revueltas. Asimismo, aquellas nociones y temores son tan remotos que dudamos si acaso nuestra inteligencia alcance a pensarlos. Y se hacen, además, improbables. Como todos concordarán voluntariamente, éste parece ser, bueno o malo, el porvenir. Improbable, suponemos entonces, que haya algún otro.

Puesto que, según nos informan, los pocos que habitamos hoy el planeta tenemos la misma piel y casi los mismos rasgos, ello evita la incomodidad de la existencia de diferentes pueblos, de diferentes razas, de diferentes costumbres y gustos y deseos. Los deseos, por otra parte, son escasos: el del descanso y la observación. Caminamos mucho; jugamos y practicamos deportes individuales como el alpinismo, el remo, la natación; llevamos una vida distendida y sana. Apenas nos relacionamos entre nosotros y menos aún entre los diferentes sexos; desconfiamos, sobre todo, de las virtudes de la reproducción y de su sentido.

Es comprensible que el Colegio jamás hable del futuro. Sólo alude al presente, a lo inmediato, a las medidas que hay que disponer para salvaguardar algún bien o algún territorio. Pero nada más. Desprecia, y nosotros con él, las cavilaciones de los antiguos sobre el mañana, sobre el destino. Justamente, por eso tampoco hablamos mucho del pasado. Porque es demasiado confuso y difícil de discernir. Y, es cierto, nos enseñaría poco: sabemos a dónde llegamos, ¿qué más vamos a aprender de él?

No hay, así, una idea acabada de nuestra larga historia, como faltan interés y sitios para conocerla. Entre tantas cosas que, cuentan, había, quedan por ahí guardados esos miles de libros o lo que dicen nuestros mayores que fueron libros. Ya eran poco leídos antes de las grandes pestes, en la época de la biblioteca universal gratuita, pues todo proliferaba en virtuales, tablillas, nuevos vehículos, pantallas y autopistas de información. Además, estaban escritos, la mayoría, en lenguas que no conocemos; poquísimos en las que dieron origen a la nuestra y, en la nuestra, ninguno. No los extrañamos, ¿qué podrían decirnos ellos que no supiéramos? De todas formas, no hay cosa que se nos ocurra saber que no esté en los puntos ópticos. Y éstos se encuentran por todos lados, al alcance de la mano. Lo que es una manera bien directa de decirlo: muchos pobladores los llevan implantados en su propia mano.

Así estamos bien y vivimos en paz. Somos todos, ahora, habitantes magníficos, reconocidos y con plenos derechos de este País de Armonía y Felicidad. Aunque ni siquiera tiene ya mucho sentido llamarlo de tal modo, puesto que somos lo único que hay sobre la vasta Tierra y algunos de sus otrora poblados satélites. También en eso se confundieron aquellos sabios y libros antiguos: los que sobrevivimos, no lo fue porque éramos los pueblos más valiosos del mundo; éramos, en verdad, más valiosos que el mundo.

Conocemos que en otras épocas hubo filósofos, poetas, artistas. En el presente, nos basta la contemplación del espacio y ciertas melodías que vamos extrayendo e imitando de él. No puede decirse que seamos desgraciados. Pocas cosas nos están vedadas: las armas, la fotografía, las grandes reuniones, el desorden. No nos falta nada y hacemos lo que deseamos; si lo queremos, nos vemos con quienes queremos; vivimos esta circunstancia que nos tocó, como debe de haber vivido la especie desde el origen la suya: con entusiasta resignación.

De tanto en tanto, al asomar el atardecer, sentimos un poco de sueño (que otros llaman tristeza), pero con algunas notas de música nos sobreponemos.