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Responsabilidad compartida

Por Alejandro A. Bevaqua* Sigamos uno de los postulados de L. Wittgenstein en su Tractatus Logico-Philosophicus –"Lo que siquiera puede ser dicho, puede ser dicho claramente"– y expresémonos sin ambages.

Ha transcurrido un breve lapso desde el fatídico desenlace del caso Candela y ya va disipándose su actualidad en la turbulencia informativa y, por lo tanto, en el colectivo social.

Junto con la noticia también se perderá irremediablemente esa retahíla de (aparentes) férreas voluntades y buenos deseos –más de lo último que de lo primero– que propulsó, en el momento más álgido, ideas de cambio para enfrentar la situación de violencia creciente en la que nos hallamos inmersos proponiendo, por ejemplo, la creación de nuevos cuerpos de investigación criminal.

Esta corta ventana temporal permite, con mayor frialdad, un par de consideraciones que devienen pertinentes independientemente de la adecuada resolución final, o no, del caso, lo que tomará, según la costumbre de la Justicia argentina, varios años de engorrosos trámites para, finalmente, no conformar a nadie:

Primera reflexión: sin referirnos al asunto Candela en especial –mal podríamos hacerlo pues la única fuente de información a la que hemos accedido, como casi todos los opinólogos de turno, es la recibida a través de la prensa– puede confirmarse, sin que ello plasme una novedad, que no todos los ciudadanos somos iguales ante la ley ni, mucho menos, en la consideración de las autoridades de turno.

Si usted experimenta el infortunio de perder un familiar de manera violenta o sospechosa de criminalidad, pero reside en el enfermo corazón de nuestro país –la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, el conurbano bonaerense o La Plata y sus alrededores– y sabe manejarse apropiadamente, contará con todos los mass media a su disposición para montar una función mediática y, quizás hasta sea acompañado en el trance por el ministro de Justicia y Seguridad, el gobernador o la mismísima presidenta, que lo recibirá en la Casa Rosada.

Inversamente, si ha perdido a su pariente en el interior de nuestro país –el interior profundo como dice Cristina Fernández, sin que hasta la fecha yo entienda muy bien a qué se refiere con esta idea– mejor vaya pensando en arreglarse como pueda.

Quizás un par de días la prensa se ocupe de su caso; luego, una oleada de nuevas noticias hará que pase prontamente al olvido; y en cuanto a la visita o solidaridad de las autoridades políticas, ni lo sueñe: su caso, precisamente por ser del interior, no reunirá –salvo excepciones (ej. el caso María Soledad)– suficiente entidad para generar o espantar un número significativo de votos y, por lo tanto, para movilizar a nuestros representantes fuera de sus despachos.

¿Está en desacuerdo usted conmigo? Pleno derecho le asiste, pero pregúntese entonces, por favor, y sólo a modo de ejemplo: ¿cuál fue la actitud de nuestros dirigentes ante la desaparición de Sofía Herrera allá por septiembre del 2008?

A mi modo de ver, considerando los recursos movilizados en un caso y otro, Sofía y su familia han de valer –ante la ley y la consideración de los gobernantes– decididamente menos que Candela y su entorno; aplique igual razonamiento a tantos otros casos de desaparición de niños y niñas, y desee usted mismo una respuesta sincera.

Segunda reflexión: los dos ejemplos que mencionara son, sin duda alguna, el primero –Candela– violento; el segundo –Sofía Herrera– por sus peculiaridades y la falta de resolución, sospechoso de criminalidad.

La investigación criminal, necesaria para el esclarecimiento de éstos y otros casos similares, se basa en el conocimiento científico y en la aplicación de un método de trabajo. Sin éstos prerrequisitos es aleatoria su elucidación.

Los equipos de Investigación Criminal, conformados por especialistas en medicina legal, psiquiatría forense, criminología y criminalística –y me refiero a verdaderos especialistas y no a simples remedos de éstos– deben trabajar bajo la dirección de un jefe. Éste y sus subordinados deben no sólo conocer los protocolos de trabajo científicamente validados sino, además, aplicarlos a rajatabla.

En el caso Candela se vio, al momento del hallazgo del cadáver, una muchedumbre que, cual manada de elefantes, destruía posibilidades de hallazgo y levantamiento de rastros, huellas o indicios que pudieran, posteriormente, elevarse al rango de prueba para incriminar a los culpables o exonerar a los inocentes.

Parte de la invasión del lugar –en el caso Candela no del hecho, sino del hallazgo– es, hasta cierto punto, inevitable; pero una vez llegado a él, el equipo de trabajo (pretendidamente) científico, la zona debe desalojarse, vallarse e impedirse a toda costa incluso, mediante el uso de la fuerza pública, el ingreso de cualquier persona –no importa el rol social que desempeñe– que no conforme dicho cuerpo de investigación.

¿Podría alguien explicar, con sentido científico, qué tenían que hacer el gobernador y el ministro de Justicia y Seguridad, y con ellos todo su séquito, en ese sitio cuando la madre reconocía el cadáver?

Se argüirá que, como autoridades, querían y debían estar al tanto del progreso de la investigación; es cierto: como mandos en legítimo ejercicio del poder, les reconozco todo el derecho –absolutamente todo– a estar informados al instante. Pero ninguna razón valedera, ninguna en absoluto, los asiste para contribuir a deteriorar una escena de investigación criminal.

¿Diríase que son ignorantes de los procedimientos? Altamente probable; ninguna obligación tienen, gobernador y ministro, de poseer conocimientos ajenos a su área de competencia. Para ello están los supuestos expertos que debieran comportarse como tales, y no como perros temerosos de sus amos.

Puede concluirse que el lugar del hallazgo fue salvajemente invadido, como efectivamente lo fue, y a partir de allí toda la investigación comprometida, por dos únicas razones: a) el jefe de los investigadores desconoce los más elementales protocolos de trabajo, lo que no sería de extrañar y/o, b) no tiene la capacidad, ni ningún otro atributo necesario, para aplicar tales reglas y ordenar –reitero, ordenar, pues ese derecho le asiste plenamente– a las autoridades políticas, a su séquito, a las cámaras y a cualquier otra persona que abandone el sitio de la investigación.

La responsabilidad del jefe del equipo de Investigación Criminal en estas situaciones es absoluta y total. Un jefe, un verdadero jefe, no es el primero ni el último responsable de los hechos. Es el primero y el último, pues el círculo inicia y finaliza en él, y para ello se requieren atributos que, sin duda alguna, quien comandaba este cuerpo investigativo no tenía.

Mientras persista este estado de cosas, mientras se continúe despreciando el conocimiento científico por parte de las autoridades políticas y/o judiciales, o mientras la ilustración –cierta o aparente– se vista de cobarde servilismo ante el poder político (ejemplos en este sentido sobran), no será dable alcanzar ningún cambio de rumbo y quizás lo mejor sea, en última instancia, recurrir a la seudociencia, a los "videntes" (LNP, 15/9/11) para la investigación y resolución de los casos criminales aún pendientes y los por venir.

Así pues, hay una clara responsabilidad compartida –en el desenlace del caso Candela y en tantos otros, así como en la escalada de violencia e inseguridad (no son sinónimos, aunque la resultante sea similar) que nos asfixia como sociedad– entre políticos y magistrados desinteresados en el conocimiento por un lado, e indignos genuflexos, fingidos científicos, por el otro. Entre ellos, quedamos inermes, librados a nuestra suerte, los ciudadanos.