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Qué hacer con el aguinaldo: lo que nadie dice
Lo llamamos beneficio, cuando en realidad es una confesión: el sistema laboral no confía en que puedas administrar tu propia plata. Prefiere guardártela. Prefiere decidir por vos. Prefiere tratarte como si no supieras ahorrar.
Por Leo Piccioli, economista, autor de “Finanzas. Lo que no te enseñaron en la escuela”
El aguinaldo es simple de explicar.
Todos los meses te sacan el 8,33% de tu sueldo. No lo ves. No lo tocás. No decidís qué hacer con eso. A fin de año, te lo devuelven envuelto para regalo. Y encima decimos “gracias”.
Lo llamamos beneficio, cuando en realidad es una confesión: el sistema laboral no confía en que puedas administrar tu propia plata. Prefiere guardártela. Prefiere decidir por vos. Prefiere tratarte como si no supieras ahorrar.
Después llegan los artículos de siempre: qué hacer con el aguinaldo, cómo invertirlo, en qué conviene gastarlo. Pero la pregunta interesante no es esa.
La pregunta es por qué existe.
El aguinaldo nace en un mundo que funcionaba distinto. Un mundo de empleo estable, carreras largas, ingresos previsibles y futuro más o menos lineal. En ese contexto, forzar el ahorro tenía sentido. Era una forma de ordenar el consumo, de suavizar picos, de “cuidar” al trabajador.
El problema es que ese mundo quedó atrás.
En Finanzas. Lo que no te enseñaron en la escuela trabajo una idea clave: cada generación se relaciona distinto con el dinero porque vive en contextos distintos. Nuestros padres fueron educados para buscar estabilidad; el trabajo fijo era el objetivo. La generación actual valora más la libertad, la flexibilidad y las opciones. El dinero dejó de ser solo seguridad y pasó a ser herramienta.
El aguinaldo es un artefacto perfecto del mundo anterior. Sigue operando como si el empleo estable fuera la norma, cuando cada vez es más la excepción.
Hoy cumple otra función, menos explícita pero muy concreta: vuelve previsible al trabajador. Y esa previsibilidad es valiosa para empresas, bancos y retailers. Al empleado con aguinaldo se le puede vender mejor, prestarle más fácil, anticipar su comportamiento. Se sabe que en diciembre va a gastar, en qué rubros, con qué timing. Es un cliente ordenado, financiable, modelizable.
Por eso los bancos y las ALyCs publican guías, reels y más sobre cómo invertir el aguinaldo y el retail arma campañas específicas para que lo gastes. El sistema entero está diseñado alrededor de ese flujo “seguro”. El empleado con aguinaldo es confiable. Pero también es conservador. Más “siempre lo hicimos así”. Menos propenso a cambiar, a arriesgar, a salirse del molde.
Pero la cantidad de empleados, de personas con aguinaldo, está estancada desde hacer más de una década.
Ahí aparece el contraste incómodo con los independientes. No porque sean mejores personas, sino porque juegan otro juego. No tienen aguinaldo, no tienen anestesia y no tienen a nadie que les esconda la plata para devolvérsela después. Eso los obliga a pensar en flujos, no en premios. En meses, no en cuotas. En sostenerse, no en esperar.
Paradójicamente, el sistema desconfía de ellos. Son menos previsibles, más difíciles de clasificar, menos financiables. Pero son los que más empujan: emprenden, exportan servicios, crean cosas nuevas, se adaptan más rápido. Son incómodos para un sistema que prefiere estabilidad antes que crecimiento.
El aguinaldo, entonces, no es solo un tema de plata. Es una señal cultural. Un mecanismo que ordena comportamientos, que premia la previsibilidad y castiga la autonomía. Un resabio de un mundo laboral que se achica mientras seguimos defendiéndolo como si fuera progreso.
Podemos discutir qué hacer con este aguinaldo. Gastarlo, invertirlo, pagar deudas. Todo eso está bien.
Pero no perdamos de vista lo importante: mientras sigamos necesitando que nos devuelvan nuestra propia plata con moño, vamos a seguir atrapados en un sistema que ya no representa hacia dónde va el mundo del trabajo.
Y eso, aunque no lo diga ningún artículo de finanzas, es lo que realmente importa.
El aguinaldo es simple de explicar.
Todos los meses te sacan el 8,33% de tu sueldo. No lo ves. No lo tocás. No decidís qué hacer con eso. A fin de año, te lo devuelven envuelto para regalo. Y encima decimos “gracias”.
Lo llamamos beneficio, cuando en realidad es una confesión: el sistema laboral no confía en que puedas administrar tu propia plata. Prefiere guardártela. Prefiere decidir por vos. Prefiere tratarte como si no supieras ahorrar.
Después llegan los artículos de siempre: qué hacer con el aguinaldo, cómo invertirlo, en qué conviene gastarlo. Pero la pregunta interesante no es esa.
La pregunta es por qué existe.
El aguinaldo nace en un mundo que funcionaba distinto. Un mundo de empleo estable, carreras largas, ingresos previsibles y futuro más o menos lineal. En ese contexto, forzar el ahorro tenía sentido. Era una forma de ordenar el consumo, de suavizar picos, de “cuidar” al trabajador.
El problema es que ese mundo quedó atrás.
En Finanzas. Lo que no te enseñaron en la escuela trabajo una idea clave: cada generación se relaciona distinto con el dinero porque vive en contextos distintos. Nuestros padres fueron educados para buscar estabilidad; el trabajo fijo era el objetivo. La generación actual valora más la libertad, la flexibilidad y las opciones. El dinero dejó de ser solo seguridad y pasó a ser herramienta.
El aguinaldo es un artefacto perfecto del mundo anterior. Sigue operando como si el empleo estable fuera la norma, cuando cada vez es más la excepción.
Hoy cumple otra función, menos explícita pero muy concreta: vuelve previsible al trabajador. Y esa previsibilidad es valiosa para empresas, bancos y retailers. Al empleado con aguinaldo se le puede vender mejor, prestarle más fácil, anticipar su comportamiento. Se sabe que en diciembre va a gastar, en qué rubros, con qué timing. Es un cliente ordenado, financiable, modelizable.
Por eso los bancos y las ALyCs publican guías, reels y más sobre cómo invertir el aguinaldo y el retail arma campañas específicas para que lo gastes. El sistema entero está diseñado alrededor de ese flujo “seguro”. El empleado con aguinaldo es confiable. Pero también es conservador. Más “siempre lo hicimos así”. Menos propenso a cambiar, a arriesgar, a salirse del molde.
Pero la cantidad de empleados, de personas con aguinaldo, está estancada desde hacer más de una década.
Ahí aparece el contraste incómodo con los independientes. No porque sean mejores personas, sino porque juegan otro juego. No tienen aguinaldo, no tienen anestesia y no tienen a nadie que les esconda la plata para devolvérsela después. Eso los obliga a pensar en flujos, no en premios. En meses, no en cuotas. En sostenerse, no en esperar.
Paradójicamente, el sistema desconfía de ellos. Son menos previsibles, más difíciles de clasificar, menos financiables. Pero son los que más empujan: emprenden, exportan servicios, crean cosas nuevas, se adaptan más rápido. Son incómodos para un sistema que prefiere estabilidad antes que crecimiento.
El aguinaldo, entonces, no es solo un tema de plata. Es una señal cultural. Un mecanismo que ordena comportamientos, que premia la previsibilidad y castiga la autonomía. Un resabio de un mundo laboral que se achica mientras seguimos defendiéndolo como si fuera progreso.
Podemos discutir qué hacer con este aguinaldo. Gastarlo, invertirlo, pagar deudas. Todo eso está bien.
Pero no perdamos de vista lo importante: mientras sigamos necesitando que nos devuelvan nuestra propia plata con moño, vamos a seguir atrapados en un sistema que ya no representa hacia dónde va el mundo del trabajo.
Y eso, aunque no lo diga ningún artículo de finanzas, es lo que realmente importa.
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