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Por amor a la literatura

*Por Mario Vargas Llosa. Es un placer leer los ensayos de Luis Loayza y, a la vez, es imposible no sentir, mientras uno goza con ellos, esa melancólica tristeza que nos inspiran las buenas cosas que se acaban, que el tiempo va dejando atrás.

Porque el ensayo literario que Loayza ha practicado toda su vida fue el que escritores como Edmund Wilson y Cyril Connolly en el mundo anglosajón, o Paul Valéry, Jean Pauhlan y Maurice Blanchot en Francia, o Alfonso Reyes, Octavio Paz y Ortega y Gasset en español utilizaron para expresar sus simpatías y diferencias a la vez que, al hacerlo, escribían textos de gran belleza literaria.

En nuestro tiempo, la crítica se ha apartado de esa buena tradición y escindido en dos direcciones que están, ambas, a años luz de la que encarnan los ensayos de Luis Loayza. Hay una crítica universitaria, erudita, generalmente enfardelada en una jerga técnica que la pone fuera del alcance de los no especialistas y, a menudo, vanidosa y abstrusa, que disimula detrás de sus enredadas teorizaciones lingüísticas, antropológicas o psicoanalíticas, su nadería. Y hay otra, periodística, superficial, hecha de reseñas y comentarios breves y ligeros, que dan cuenta de las nuevas publicaciones y que no disponen ni del espacio ni del ánimo para profundizar algo en los libros que comentan o fundamentar con argumentos sus valorizaciones.

El ensayo al que yo me refiero es a la vez profundo y asequible al lector profano, libre y creativo, que utiliza las obras literarias ajenas como una materia prima para ejercitar la imaginación crítica y que, a la vez que enriquece la comprensión de las obras que lo inspiran, es en sí mismo excelente literatura. Para lograr ambas cosas hace falta amar de veras los libros, ser un lector pertinaz, estar dotado de lucidez y sutileza de juicio, y escribir con inteligencia y claridad.
Luis Loayza tiene todo ello en abundancia. Hasta ahora ha sido un autor poco menos que secreto, en torno al cual ha ido surgiendo una especie de culto entre los jóvenes escritores peruanos, que hacían milagros para leerlo, porque tanto sus relatos como sus ensayos habían aparecido en ediciones de escasa difusión, algo clandestinas, por el absoluto desinterés que él tuvo siempre por la difusión de su obra, algo a lo que parece haberse más bien resignado debido a la presión de sus amigos. Loayza es uno de esos extrañísimos escritores que escriben por escribir, no para publicar.

Había la idea de que, además de secreto, era autor de una obra muy breve. Pero, ahora que la Universidad Ricardo Palma, de Lima, ha tenido la magnífica idea de publicar dos volúmenes con sus ensayos y relatos, se advierte que esta obra no es tan escasa, que en sus casi setenta y siete años de vida Luis Loayza ha escrito una considerable cantidad de textos, que, además, tienen la virtud de ser de pareja calidad, de notable coherencia intelectual y de una gran elegancia literaria.

Yo hablo ahora de sus ensayos porque acabo de releerlos, y no de sus relatos, pues me guardo ese placer para más adelante, pero sé que también en estos últimos aparece esa prosa tan persuasiva, limpia y clara, impregnada de ideas, de buen gusto, juiciosa y delicada, que enaltece al autor tanto como al que la lee. Loayza es uno de los grandes prosistas de nuestra lengua y estoy seguro de que tarde o temprano será reconocido como tal.

Ya lo era cuando yo lo conocí, en la Lima de los años 50. Aunque ahora nos veamos muy poco, no creo que haya cambiado mucho. Lector voraz, desdeñoso de la feria y la pompa literaria, ha escrito sólo por placer, sin importarle si será leído, pero, acaso por eso mismo, todo lo que ha escrito exhala un vaho de verdad y de autenticidad que engancha al lector desde las primeras frases y lo seduce y tiene magnetizado hasta el final. Sus ensayos cubren un vasto abanico de temas y de autores y delatan un espíritu curioso, cosmopolita, políglota, en el que, pese a haber vivido tantos años en el extranjero -París, Nueva York, Ginebra- ese Perú donde hace cerca de veinte años no pone los pies está siempre presente, como una enfermedad entrañable.

Hable del Ulises de Joyce, de la biografía de Borges que escribió Rodríguez Monegal, o de la breve aparición de dos personajes peruanos en Rojo y negro de Stendhal y En busca del tiempo perdido de Proust, los ensayos de Loayza resultan siempre sorprendentes y originales, por la perspectiva en que los temas son abordados, o por la astuta observación que desentraña en esos textos aspectos y significados que nadie había percibido antes que él. Es el caso de la serie de estudios que consagró al Novecientos, en los que ese período de la cultura y la historia peruana resucita con un semblante totalmente inédito.

Loayza nunca hace trampas. No hay, en este volumen de casi quinientas páginas, una sola de esas frases pretenciosas en que los críticos inevitablemente caen alguna vez, para exhibir su vasta cultura, o esos oscurantismos mentirosos que disimulan su indigencia de ideas y su vanidad. Y hay, en cambio, en todos ellos, siempre, un esfuerzo de claridad y sencillez que el lector siente como una prueba de consideración y respeto hacia él, y de probidad intelectual. En los extensos análisis, como el prólogo que escribió para su traducción de las obras de De Quincey, o las dos o tres páginas deliciosas que dedica a "Simbad el Maligno", los ensayos de Loayza son un canto de amor a la literatura. Todos ellos nos muestran, de manera contagiosa, que la literatura enriquece la vida, la hace más comprensiva y llevadera, que las obras logradas nos civilizan y humanizan, alejándonos del bruto que llevamos dentro, ése que fuimos antes de que los buenos libros, las buenas historias, la buena poesía y la buena prosa, lo domesticaran y enjaularan.

Al mismo tiempo que leía los ensayos de Luis Loayza he estado hojeando los tres números de la revista Literatura, que sacamos con él y con Abelardo Oquendo en la Lima de finales de los años 50, cuando éramos tres letraheridos que aprovechábamos todos los minutos libres que nos dejaban los trabajos alimenticios para vernos y hablar y discutir con pasión y fanatismo de libros y autores. Por esa época, Loayza contrajo una curiosa alergia contra todo lo feo que se encontraba al paso en este mundo. Una desagradable exposición de pintura, una mala película, un poema vulgar, un bípedo antipático, y empezaba a ponerse muy pálido, se le hundían los ojos y le sobrevenían incómodas arcadas. Abelardo y yo nos burlábamos, creyendo que exageraba. Pero había una honda verdad en esa pose. Porque ese rechazo de la fealdad es un rasgo perenne de todo lo que ha escrito. No hay en esta colección de ensayos elaborados a lo largo de toda su vida nada que desentone, ofenda, desmoralice o disguste al lector. Y sí, siempre, una pulcritud y rigor en la palabra y en la idea que lo llenan de halago y gratitud.

Tenía algo de temor con esta reedición de Literatura que ha hecho la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, pues pensaba que los años podían haber destrozado aquella revista juvenil. Pero, no, no hay en sus páginas nada de qué avergonzarse. Protestamos contra la pena de muerte, rendimos homenaje a César Moro -casi desconocido entonces-, polemizamos contra el realismo socialista, publicamos bellos poemas de Raúl Deustua y de Sebastián Salazar Bondy, un hermoso cuento de Paul Bowles, traducido por Loayza, y nos solidarizamos con los barbudos que en la Sierra Maestra se habían alzado contra la dictadura de Batista. Todas sus páginas expresan la inconmensurable ilusión de ser escritores alguna vez. Muy decoroso, en verdad.

En estos días en que el Perú, para no perder la costumbre, parece a punto de cometer un nuevo suicidio político, ha sido grato escapar de la cruda realidad por unas cuantas horas al día y refugiarme, gracias a Luis Loayza, en la añoranza de la juventud, la amistad y la buena literatura.