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Malos ejemplos

*Por Ernesto Tenembaum. La lucha por la construcción de una clase dirigente honesta seguramente llevará mucho tiempo en el país y no necesariamente saldrá victoriosa.

Uno de los elementos interesantes del proceso electoral que acaba de terminar es la puesta en duda de uno de los principios básicos que adoptó un sector importante del progresismo kirchnerista en estos años: esto es, que no se puede pelear por el poder sin robar, sin convertirse en un ladrón.

En medio de los debates que se produjeron acerca de cuál es la esencia del proyecto actualmente hegemónico, uno de los cuestionamientos habituales por parte del progresismo clásico señalaba no sólo los hechos puntuales de corrupción –como el caso Schoklender, la concentración de la obra pública en manos de cuatro empresas vinculadas a los líderes, la explosión de la industria del juego de azar en manos de un megaempresario amigo, entre otros casos–, sino también la existencia de fortunas incalculables en manos de distintos gobernantes del oficialismo.

Los simpatizantes kirchneristas, muchos de los cuales habían sido muy sensibles a estos temas en la década del noventa, explicaban que así es el poder, que es una norma básica, que se debe entender mientras el proyecto nacional y popular siga en marcha. No se trata, naturalmente, de un razonamiento arbitrario porque en nuestro país generalmente ha sido, y es, de esta manera. Curiosamente, distintos líderes empiezan a demostrar que robar no es una condición absolutamente insoslayable. Y no son referentes de un solo color partidario.

Valen, en este sentido, cuatro ejemplos (seguramente hay otros, pero estos son los más evidentes para el autor).

Uno de ellos es el de Fabiana Ríos en Tierra del Fuego, que llegó a gobernar la provincia de la mano de la Coalición Cívica y luego rompió con Elisa Carrió. Solita debió enfrentar a una alianza entre el peronismo tradicional y la Casa Rosada –convertidos ambos en el sector conservador de la política local–. Y ganó. No sólo pudo gobernar cuatro años tumultuosos, sino que revalidó títulos.

El segundo ejemplo pertenece al más puro Frente para la Victoria y se produjo en Quilmes.

Allí, el intendente es Francisco "el Barba" Gutiérrez, un dirigente que proviene del sindicalismo metalúrgico, que siempre intentó construir opciones progresistas dentro del peronismo. Un tipo así, en el conurbano, es un mal ejemplo. Por eso es que, desde la Casa Rosada, el jefe de Gabinete Aníbal Fernández, duhaldista de paladar negro, le armó una lista por afuera del partido, en alianza con el gobernador bonaerense Daniel Scioli, luego de boicotear la gestión del FPV durante cuatro años. Gutiérrez los pasó por encima a dos de los hombres más poderosos –y conservadores– del proyecto oficial.

El tercer caso se dio en Morón. El partido Nuevo Encuentro, que encabeza Martín Sabbatella, sufrió una derrota muy dura a nivel provincial, debido a un cálculo erróneo de relación de fuerzas y posicionamiento político que, en todo caso, deberá revisar. Por eso, justamente, contrasta tanto la victoria de la misma agrupación en Morón, donde enfrentó al aparato del PJ. Una y otra vez, cuando la gente de Morón vota, elige a Nuevo Encuentro. En largos años de gestión, Sabbatella no ha debido enfrentar ninguna denuncia seria de corrupción. Su proyección provincial quedó muy dañada el domingo, pero eso no afectó el respeto que sienten por su proyecto las personas que más lo conocen, que son los que viven en Morón.

Y la cuarta experiencia es, naturalmente, la más interesante porque ha comenzado a tener proyección nacional: es el socialismo santafesino. Ya llevan veinte años gobernando la ciudad de Rosario, cuatro al frente de la provincia, hoy conducen una fuerza a la que votó el 17 por ciento del país en su primera elección. Y hasta los opositores más acérrimos le reconocen que los tipos no roban, y que gestionan razonablemente bien. En este caso, además, van acompañados por una serie de dirigentes que pueden exhibir lo mismo: largas militancias en proyectos coherentes, ningún vínculo con mafias políticas, y casas y autos parecidos a aquellas en las que vive la mayoría de la gente.

Sé que en medio del impresionante triunfo de Cristina Fernández de Kirchner estos parecen detalles menores. Y quizá lo sean, ya que son apenas casos aislados en un océano donde la mayoría de los personajes que revalidaron cargos –Carlos Menem incluido– no pueden mostrar lo mismo que esos cuatro ejemplos molestos. Las personas que se resignaron a que la honestidad no es un tema importante en la vida política tienen infinitos ejemplos hoy para exhibir que, en el poder, muchas veces, la gran mayoría, si robás te va mejor.

Una de los elementos insoslayables del año que termina es también ese: la cantidad de millonarios de la política que cuentan con un respaldo popular impresionante. Pero la existencia de personas que unen las dos cosas –una gestión respaldada por la gente con la honestidad personal y de sus gobiernos– es un hecho realmente transgresor, se destaca por el contraste y plantea un desafío posible para los dirigentes idealistas, que todavía, como se ve, los hay.

El mayor reto, en este sentido, lo tiene ahora la gente de Hermes Binner. Desde el oficialismo –y sobre todo, desde aquellos que han atado su identidad a la necesidad de demostrar que a la izquierda del kirchnerismo no hay nada– se los mira hoy con cierta expresión burlona. Que sus votos no son suyos y se le irán rápidamente. Que el Frente Amplio Progresista se quebrará en poco tiempo como ocurrió con experiencias similares. Que es la derecha disfrazada porque será manejada por las corporaciones. Y entonces más vale dar vuelta la página, y aceptar la compañía de Boudou, Aníbal, Gildo o Daniel: no hay otra alternativa, nada a la izquierda de ellos.

El FAP tendrá que demostrar –y, como dicen los sabios, el movimiento se demuestra andando– que no se va a romper, que está en condiciones de sumar más votos en la legislativa del 2013, y que tiene un criterio alternativo para gobernar el país, muy difícil de identificar con la derecha: ya sea la derecha que existe dentro del kirchnerismo –como mínimo, en la conducción de casi todas las provincias– o fuera de él. Como todo lo que empieza, genera escepticismo en sus detractores y esperanzas en sus simpatizantes. Pero es lógico que el escepticismo sea fuerte y las esperanzas muy moderadas, ya que todas las experiencias anteriores –el Partido Intransigente de Oscar Alende, el Frepaso de Carlos Álvarez y el ARI de Elisa Carrió– terminaron como terminaron.

En cualquier caso, la lucha contra la corrupción o –mejor dicho– por la construcción de una clase dirigente honesta seguramente llevará mucho tiempo en el país y no necesariamente saldrá victoriosa. La resignación que le otorga a la deshonestidad un carácter fatal es el principal aliado de esta.

Por suerte, todavía quedan malos ejemplos, en todos los partidos, que advierten contra el carácter inevitable de poner la mano en la lata.

Cuanto más se multipliquen esos extraños fenómenos, más lejos habrá quedado la década del noventa, que era también –por lo que uno recuerda– una escala de valores éticos y no sólo un plan económico.