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Las estrellas no miran hacia abajo

*Por Luis Mazas. Digamos que ese Valle de Silicato vendría a ser el Menlo Park de Edison. ¿Lo tienen?

Aunque el telescopio espacial Hubble nos deja ver planetas y soles de otras galaxias, verdaderas estrellas quedan pocas. De esos brillos en el cielo que alguna vez tuvieron vida propia, hasta que el pragmatismo nos hizo ver que eran rocas de sílice, gases o hielo seco y sucio. Estrellas, objetos siderales que brillan con luz propia, como Marilyn Monroe. Siempre hubo luces así en el espacio, para indicarnos, con astrolabios y otros artefactos, hacia dónde íbamos los de aquí abajo. Georges Meliès las mostró en Viaje a la Luna (1902), con largas pestañas a lo Betty Boop. Para el médico escocés A.J. Cronin, Las estrellas miran hacia abajo, curiosas de constatar si las seguimos aun, por horóscopo, por adivinación; de puro papamoscas o acoso de astrónomo. Cuando llegó el cine se inventaron las estrellas terrestres. Samuel Goldwin (MGM) decía orgulloso que tenía bajo contrato "más estrellas que el cielo"; fue en la Era Dorada de Hollywood, cuando las cosas eran más estables y las noticias, más lentas. No había e-books, iPad ni GPS; las novedades llegaban por entregas en revistas semanales o cruzaban el océano a lomo de cable coaxil.

La distancia es la mayor lejanía entre dos tiempos (o viceversa), y hasta cierto momento favorecía el misterio que envolvía a las estrellas de California y del firmamento sideral (frase antigua si la hay). Antes de que Google montara en vivo el espectáculo de un triple eclipse por alineamiento de las lunas Calisto, Io y Ganímedes, contra la superficie de Júpiter, ya sabíamos que las estrellas no eran, como pensaron los Beatles, los diamantes de Lucy.

Cada generación se supone firmemente parada bajo un seguidor de teatro e iluminada por el estallido de un flash, que se aleja dejándonos bajo un cono de penumbra por lo que resta del viaje. Sic transit gloria mundi. Estoy atacado de latines, como un cardenal de Habemus Papam, de Nani Moretti, laico, casi ateo que lamenta serlo. Hay un lugar fuera de la vista del hombre común donde se está preparando el futuro, laico también. Al menos el fríamente tecnológico, científico. Silicon Valley es el enclave californiano donde se desarrolla esta plataforma hacia un mañana que, brevemente, es hoy. Un ambiente, dicen, en que muchos científicos de talento inventan lo que vendrá; la manera en que vemos y percibiremos las cosas.

Digamos que ese Valle de Silicato vendría a ser el Menlo Park de Edison. ¿Lo tienen? El laboratorio-taller de mil intentos y muchos inventos que Thomas Alva Edison (1847-1931) levantó cerca de la aldea homónima, próxima a Nueva Jersey. Allí regenteaba un grupo de inteligencias obedientes, experimentando lo nuevo. El prolífico Edison fue, acaso, el primer inventor a la norteamericana: capaz de entrecruzar ingenio con productividad, armonizó el trabajo en equipo con los principios de la elaboración en masa. En Menlo Park, Edison y su orquesta lanzaron un número descomunal de prácticos artículos, como el fonógrafo y las grabaciones musicales; la bombita eléctrica incandescente; un tablero de cotizaciones de bolsa; una batería para coche eléctrico... la larga lista que no excluye un abrelatas eléctrico, toca su zenit con una cámara de proyección de imágenes en movimiento de larga duración (el biógrafo), con su correspondiente patente para explotar la industria del cine; una paternidad discutible y peleada con los hermanos Lumière, que estaban en el mismo negocio. Amaba la atención general y la admiración del público, que cultivó como una preciosa planta de vanidad. Lo llamaron "El Mago de Menlo Park".

Es posible que Steve Jobs fuera su heredero. Jobs, que falleció el 5 de octubre, fue otro de esos "adelantados" de la modernidad, un líder mediático y científico respetado, y como Edison, la celebridad fue con él. Su desaparición detuvo la urgencia en que vivimos, obligándonos a una reflexión sobre el alcance del universo que creó. Jobs diseñó el aspecto de la computadora que conocemos y que alejó el respeto reverencial que le tuvimos cuando operarla era tan engorroso. Nos dejó el concepto de la interfaz; intervino en el nacimiento del iPhone y el iPad, perfiló la Macintosh. También vivió los últimos treinta años emanando luz de estrella en ascenso. Fue y es mitificado como un gran faro de la tecnológica mediática, complementando su astuta, contagiosa simpatía y un extraño instinto de seducción de multitudes.

Es probable que Jobs viniera a ocupar el nicho vacante de los altares, púlpitos, mítines y escaños vacíos de guía carismático. El hombre oportuno en el momento preciso. Visionario cofundador de Apple, instaló la idea de que los servicios del iPod, el iPhone o el iPad son imprescindibles. Una nueva y alarmante batería de dependencia, a la manera del síndrome de abstinencia del celu, que ya llamamos nomofobia. En el Olimpo informático del Silicon Valley no fue Jobs la única baja: al toque desertó de la vida otro responsable putativo de la tecnología del siglo XXI, Dennis Ritchie, que deja su hueco en la evolución de la programación en lenguaje C. Ritchie y Jobs revolucionaron la civilización contemporánea, por su influencia ya no somos los que fuimos. No sé si mejores o peores, pero diferentes, acaso en extremo apegados a la materialidad como a un poste que no sabemos inestable y transitorio. El ordenador, en tanto, hace con nosotros y por nosotros, mucho mas que "ordenar" el razonamiento. A veces lo reduce a una brutal relación binaria, sin grises para la idea de un creador sublime.

"La computadora es para mí como una bicicleta para la mente. La herramienta más notable que hemos conseguido", exaltó Jobs en el documental Memory & Imagination (1990), donde se lo menta como el Leonardo Da Vinci de nuestro tiempo.

En un apartado del Codex Atlanticus, Leonardo dibujó, hacia 1490, una bicicleta impulsada a pedales que movían ruedas por transmisión de cadena; como las bicis actuales (a las bicisendas, en cambio, no las incluyó). Da Vinci trazó la forma humana perfecta: ese hombre centrado en la cuadratura del círculo que vemos en remeras, basado sobre las proporciones de Vitruvius, antiguo arquitecto romano. El bosquejo del Codex guarda relación divina en la perfecta proporción del ser humano: "La apertura de los brazos del hombre es igual a su altitud". Traigo esto a colación porque evoca, tácito, un paraíso perdido, como el de Milton. Aquel donde el ser humano era el centro absoluto del gran teatro del mundo y la medida de todas las cosas, aunque a imagen y semejanza de otro que lo produjera y que por él velaba.

Todo respondía a nuestra medida; éramos nosotros mismos una obra de arte... y "en comprensión, semejantes a Dios" (Hamlet, William Shakespeare).

Ese soberbio centrismo humano con Alguien cuidándonos con amor, se fue deteriorando a medida que la ciencia desplazó el espíritu y su sentido trascendente. La perfección es ahora poco más que ilusionismo de photoshop. Detrás, un organismo imperfecto, capaz de completarse con piezas mecánicas que lo ayudan a sustituir la divinidad de origen (como los buenos vinos). Al final del callejón nos reducimos a un montón de átomos organizados, con el añadido aún misterioso de tener conciencia diferencial del conjunto. Este reduccionismo me mortifica.

Como todo lo desechable y provisional está mutando, gira ya otra vuelta de tuerca sobre sí mismo, y con estrategia de caracol, nos oculta su respuesta última. Nunca sabremos toda la verdad, desengañémonos. La única certeza será la incerteza; como un BlackBerry desconectado por lo eventual. He oído decir, Saltamontes, que hoy se sospecha que las infinitesimales partículas subatómicas repiten un patrón regular, aunque aleatorio, al colisionar mutuamente. El mecanismo casi previsible asemeja, afirman, la trama de píxeles de un monitor descomponiendo las imágenes que le manda la computadora. Sólo nosotros la recomponemos desde nuestro decodificador profundo, la máquina de pensar y deducir, la vemos porque en realidad le prestamos existencia... virtual. Otros van más lejos.

Así como hemos sido capaces (los Jobs, los Ritchie) de crear entornos analógicos para los videojuegos; nosotros y nuestro entorno seríamos por igual el producto virtual de un megaordenador manipulado por algún ente superior. Una especie de dios, que sobre nosotros todo lo podría con sólo proponérselo... y programarlo. ¿En tanto, que fue de dios-dios, ese arquitecto benigno, la mayor parte de las veces, al que Leonardo atribuía nuestra proposición perfecta, a su semejanza? Acabó siendo... sólo un programador, dotado de una tecnología anterior a sí mismo. Inscrito en el infinito fractal de causa incausada.

Metidos en esta tortuosa calle Honduras (ver currícula de Palermo Viejo, en el iPad, por supuesto), buscamos una salida a la ilusión. A cien metros, el GPS nos señala otra calle: El Salvador. Cerca, hace mucho hubo otra calle que se llamó Esperanza (después rebautizada Mario Bravo). Eso no lo sabe el sistema electrónico de posicionamiento asistido. El Salvador, Esperanza... Como Jorge Luis Borges levantó su mitología porteña por Palermo, relaciono mi esperanza mecánica y necesaria con El Aleph. ¿Encontraremos El Aleph en el zaguán de cierta casa de la avenida Garay, aquel punto maravilloso que permite ver todos los puntos, el punto; saberlo todo? (Dije los puntos, no los píxeles). Como Vitruvio, como Leonardo o como Borges, nosotros podemos, sin aparatitos a batería, sólo a fuerza de fe y un poco de piolín.