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La que pierde es la enseñanza de la historia

Por Federico Lorenz* Los docentes debemos estar agradecidos. El director del Instituto Nacional de Revisionismo Histórico "Manuel Dorrego" ha decidido facilitarnos la tarea al dividir las acciones humanas en el pasado por una tajante línea entre "nacionales" y "extranjerizantes". Sin duda esa simplificación nos ayudará a organizar los contenidos.

Deberemos, eso sí, desandar el camino que miles de maestros, profesores, alumnos y padres venimos haciendo desde 1983 para abordar el pasado en su complejidad y con rigor , para reparar hacia el futuro las heridas de una sociedad binaria de palabra y de hecho. Las experiencias locales, regionales, familiares, deberán reinterpretarse en una clave dualista, planteada por los dos polos entre los que aparentemente se dirime la cuestión historiográfica. Habrá por supuesto, preguntas incómodas: "Profe, ¿la izquierda nacional no apoyó el desembarco en Malvinas?" "Profe, ¿no repatrió Menem los restos de Rosas? ¿No nos contó usted que quería demoler la ESMA?" Algunos críticos del Dorrego tampoco nos ayudan. Superponen a sus críticas metodológicas, que compartimos, sus simpatías ideológicas, respetables, pero que deben explicitar.

La verdadera discusión es acerca de quiénes tienen legitimidad para hablar sobre el pasado . Siempre ha sido así, pero muchos se han acostumbrado y formado en la idea de que existen prácticas y saberes inmunes a su contexto.

Desde el aula, es todo distinto. Lo que hoy vemos desde ella es que en el debate ambas partes comparten una visión que secundariza a las mayorías, que los despoja de un modo u otro de su capacidad de agentes de la historia.

Lo que es más grave, no tanto en el pasado, sino en el presente: apólogos y detractores del Dorrego asumen que las personas tienen una actitud pasiva frente a los relatos.
Si no han sido históricamente engañadas, están a punto de ser manipuladas. Ambas posturas les fijan estándares para relacionarse con el pasado.

En un caso, hay una voluntad explícita de intervención, cuestionada por su calidad académica; en el otro, hay un tardío descubrimiento del descuido de un campo que reforzaría la legitimidad del oficio, no de manera plebiscitaria, sino por apropiación.

Que el Gobierno sancione por decreto una visión, tanto como el abroquelamiento en ciertas formas "académicas" como respuesta, no hace más que empobrecer la discusión.

Los docentes sabemos que nada es tan lineal como se plantea. Un aula es un espacio complejo que nos obliga a pensar y revisar nuestro trabajo y nuestras convicciones, porque un saludable aprendizaje social nos ha hecho desconfiados y refractarios a las dogmatizaciones.

Como escribió el uruguayo José Pedro Barrán, historiador y profesor: "Para quien enseña, investigar es muy importante, porque ahí entendés lo frágil que es tu conocimiento, lo vulnerable, lo difícil que es lograrlo, y el contacto con los alumnos se dulcifica. Vos no das un conjunto de dogmas, de saberes inalterables (...) Le das a entender al otro que el conocimiento que le estás transmitiendo se reestructura permanentemente.

Transmitir eso a veces es más importante que transmitir verdades" . Puesta a elegir entre una ciudadela y una torre de marfil, la Historia, ese híbrido de poesía y razón, pasea a sus anchas, descalza y en primavera, en la tierra de nadie, dueña de sí misma, fotograma fugaz de una película que todos actuamos y nunca termina, pero de la que algunos se creen guionistas y directores.