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La diplomacia del ping-pong

Como en los acercamientos durante la Guerra Fría, en el país hay que recrear la idea de que la convivencia política es posible.

En medio de la Guerra Fría, sin la cual sería incomprensible la década del setenta padecida por la Argentina, Occidente y Oriente comenzaron una forma de aproximación que se conoció como la diplomacia del ping-pong. Se sabía que los chinos eran consumados especialistas en ese juego de salón que terminó por servir a las partes, enfrentadas desde el fin de la Segunda Guerra, para una política cuyos resultados están a la vista. Cada uno podrá extraer sus propias conclusiones sobre lo que se derivó de aquella experiencia de vértigo alrededor de una mesa pintada de verde y hasta es posible que los chinos hayan robustecido, una vez más, la creencia en que el supremo arte de la guerra es vencer al enemigo sin luchar.

Días atrás, en la Argentina, los jefes de gobierno de la Ciudad Autónoma y de la provincia de Buenos Aires fueron a su vez parte de dos equipos que también compitieron en un juego de salón, pero que los llevó a pegarle a una pelota bastante más grande y pesada que la del ping-pong. Y más propicia, claro, para conformar a las debilidades deportivas de sus paisanos: la pelota de fútbol. Lo hicieron como integrantes de dos equipos configurados con fines benéficos.

En la Argentina de hoy no hay propósitos nobles que resulten suficientes para ahogar, antes de que explote, la iracundia del fanatismo oficialista ante cualquier aproximación, diálogo, manifestación civilizada y de concordia con quienes pertenezcan a otra militancia política que la encaramada con uñas y dientes al poder. El otro, simplemente por ser otro y no necesariamente un opositor, entra en el casillero de lo que debe desecharse, humillarse, desconocerse. Dicho sea con todo respeto, entre las bestias está difundida la norma de que se elimina a los enemigos, pero para lograr sustento alimenticio.

Un mundo lleno de rencores acumulados en más de treinta años celebró que, a comienzos de los setenta, los chinos se abrieran a compartir con occidentales su reconocida destreza con la liviana y saltarina esfera utilizada en el ping-pong. Ahora, el gobernador Daniel Scioli, por mucho menos -un vulgar picado entre cinco y cinco, con Mauricio Macri en el otro equipo-, ha debido dedicar más tiempo a las explicaciones frente a las críticas que al partido jugado.

Dentro de todo, ha de decirse que el vicegobernador Gabriel Mariotto, incrustado en la fórmula que presidió Scioli como una quinta columna del kirchnerismo, dio en las críticas ulteriores al partido realizado en Mar del Plata prueba de una capacidad metafórica infrecuente en los comisariatos políticos de actualidad. Convertido en analista deportivo, hizo el análisis que sigue: "Macri no tiene cintura. Daniel está fuera de tiempo y de distancia".

Más no se le podía pedir a Mariotto después de haber abierto la boca en esos ajetreos full time de superar con holgura a lo que Cobos fue en disidencias con la Casa Rosada. Al menos supo echar algo de sal donde uno de sus notorios cofrades, Juan Cabandié, perpetró un puntapié, no precisamente a la pelota, con la afirmación de que él prefiere "jugar al fútbol con compañeros y amigos, ¿se entiende?".

Sí, se entiende. Es la respuesta que se adecua a la perfección con el estilo político de ocho años de la Argentina. Ocho años en que todo ha sido guerra o es paz, aunque con olvido de que hasta la guerra tiene sus límites. Es el estilo pendenciero que sólo interpreta la política como combate, como campo para la eliminación de los adversarios, como despacho para la criminalización de quienes opinen de otro modo que los que están en el poder.

La política no es necesariamente lo que afirmó el general Clausewitz, una guerra por otros medios. Así no la vieron quienes fueron denominados "políticos" por la sociedad francesa a raíz de que proponían el fortalecimiento de un Estado superior, arbitral, por encima de las facciones internas, y que pusiera término a las interminables guerras fratricidas por cuestiones de religión. No hay política que valga la pena defender sin bases morales firmes e innegociables.

Mucho más que indagar con el señor Luis D'Elía sobre "cuál es el metamensaje que Scioli y Macri quisieron dar a la sociedad argentina con este partido", hay que instalar, si no hubiera espacios suficientes para el fútbol de salón, mesas de ping-pong por todos lados en la Argentina. Hay que recrear la idea de que la convivencia política es posible y que debe erradicarse el temperamento abusivo que se prolonga, como rémora bélica, desde el terrorismo nefasto de los años setenta.

Hay que actuar en política con un señorío y humildad que busque espejarse en el de George Washington, cuando se dirigió a los norteamericanos al tomar la decisión de retirarse de la vida pública, porque "la experiencia de mi mediocridad, grande a mis propios ojos, y tal vez a los ojos ajenos", lo llevaba a desconfiar aún más de sí mismo a medida que pasaba el tiempo. En ese mensaje, Washington señaló al pueblo "el valor inmenso de nuestra unión nacional para vuestra felicidad individual y colectiva" y lo instó a saber dominar las pasiones. "Tarde o temprano -dijo- el jefe de algún sector dominante, más hábil o más afirmado que sus rivales, acaba por aprovechar esa inclinación de los ánimos para elevar su poderío sobre las ruinas de la libertad."

Celebremos, pues, el encuentro de rivales políticos -sin necesidad de que haya, como en este caso, más de treinta años de conocimiento personal recíproco- en estadios, en salones deportivos, en foros de debate de ideas. Lo necesita esta Argentina deprimida por el sectarismo y la vulgaridad reptantes.