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La confesión de Videla

Será imposible avanzar hacia una auténtica reconciliación sin arrepentimiento de los protagonistas de la tragedia de los años 70.

Las tardías confesiones del ex presidente de facto Jorge Rafael Videla sobre la desaparición de personas durante el régimen militar que él lideró desde marzo de 1976 dan cabal cuenta del horror que vivió la Argentina y de la existencia de un plan sistemático para matar sin dejar rastros. Son un símbolo de la barbarie y la impunidad con que actuaron quienes condujeron el país en una de sus más oscuras etapas.

En una entrevista publicada en el reciente libro Disposición final , del periodista Ceferino Reato, Videla explicó detalladamente cómo el gobierno militar que él condujo adoptó las decisiones que llevaron a la desaparición de miles de personas detenidas.

Desde su celda en Campo de Mayo, donde cumple una condena a prisión perpetua, el octogenario ex general confió que "eran siete mil u ocho mil las personas que debían morir para ganar la guerra contra la subversión" y que no podían ser fusiladas ni llevadas ante la Justicia. "No había otra solución. Estábamos de acuerdo en que era el precio a pagar para ganar la guerra y necesitábamos que no fuera evidente para que la sociedad no se diera cuenta. Para no provocar protestas dentro y fuera del país, sobre la marcha se llegó a la decisión de que esa gente desapareciera", dijo.

Según cuenta el periodista que lo entrevistó, Videla no muestra arrepentimiento de nada ni autocrítica, aunque sí confiesa que siente "una molestia" o "un peso en el alma". Al justificar su declaración, señala: "Me gustaría hacer una contribución para asumir mi responsabilidad de una manera tal que sirva para que la sociedad entienda lo que pasó y para aliviar la situación de militares que tenían menos graduación que yo".

Los terribles hechos de violencia registrados durante la década del 70 siguen constituyendo una pesada carga moral para la sociedad argentina.

Algunos sectores efectuaron en distintos momentos una importante contribución para intentar superar y asumir la herencia de aquellos trágicos años. En los años 90, las Fuerzas Armadas produjeron significativas declaraciones de autocrítica, asumiendo la responsabilidad por los excesos y abusos cometidos en el contexto de un enfrentamiento armado que no respetó las normas ni los procedimientos legales y que violó los derechos individuales. También la Iglesia formuló su autocrítica por no haber hecho más de lo que hizo para evitar que el país retrocediera en la década del 70 hacia formas de violencia estremecedoras.

Desde esta columna editorial hemos abogado, en reiteradas ocasiones, por la necesidad de avanzar hacia la reconciliación nacional a partir de la reivindicación de una memoria integral sobre los espeluznantes episodios de aquellos años.

Claro que será dificultoso avanzar en esa dirección si muchos de los protagonistas de esos luctuosos hechos no exhiben el necesario arrepentimiento por sus gravísimos actos. Y tanto la actitud de Videla como la de los cabecillas de las agrupaciones terroristas que tuvieron en vilo a la sociedad argentina constituyen una traba real.

En la medida en que no estén impregnadas de arrepentimiento, las confesiones del ex comandante de las Fuerzas Armadas sólo serán un argumento más para fogonear el afán de venganza antes que la necesaria búsqueda de la verdad. Lo mismo puede decirse del silencio de ex jerarcas y ex militantes de grupos terroristas, algunos de los cuales ocupan hoy puestos no poco relevantes en la función pública y han sido beneficiados con la amnistía o el indulto.

Ni el rencor ni la memoria parcial permiten cicatrizar heridas. La construcción de un país comprometido con el futuro y libre de odios requiere dejar de lado una visión hemipléjica, que desconoce una parte importante de la historia y se niega a considerar que el derecho a la vida y a la justicia no es sólo para algunos.

La sociedad tiene el deber de recordar su pasado, pero no puede quedar prisionera de él ni hipotecar su porvenir sembrando permanentes divisiones. Todos tienen derecho a honrar a sus muertos, sean de uno u otro lado. Y en la defensa de los derechos humanos deberían estar alcanzados tanto quienes murieron o desaparecieron a manos del terrorismo de Estado como las muchas víctimas del accionar guerrillero. No reconocer esto tornará imposible que la Argentina pueda superar sus desencuentros, como sí lo han podido hacer otras naciones que vivieron crueles guerras civiles o el terror del Holocausto.