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Golpes y contragolpes

* Por César Murúa. El retorno de la seguridad a la cima de la agenda supone nuevamente la militarización de la política internacional.

El liderazgo de Estados Unidos ha sufrido dos golpes muy duros este año. En primer lugar, las filtraciones del sitio en Internet WikiLeaks, que evidenciaron la debilidad de su sistema de comunicación diplomática y le quitaron protagonismo en el control de la agenda internacional. Así, por semanas, el goteo de la información conseguida por la organización de Julian Assange marcó la agenda del debate político internacional. El segundo impacto fue la primavera árabe.

África del norte y Medio Oriente es una amplia zona estratégica prioritaria para la política exterior estadounidense, no desde la caída de las Torres Gemelas sino desde 1973, cuando intervino a favor de Israel en la Guerra de los Seis Días.

Como represalia, los árabes restringieron la provisión de petróleo a todo el mundo, lo que puso en riesgo los pilares del modelo industrial capitalista. Desde entonces, Estados Unidos ha desplegado todos sus recursos de poder (desde apoyo económico y militar a gobiernos autoritarios hasta intervenciones militares o directamente invasiones) para garantizar su seguridad energética.

Cuando los jóvenes árabes promovían protestas multitudinarias en contra de sus gobiernos dictatoriales, generadores de pobreza y sostenidos por un aparato represivo, Estados Unidos veía cómo las mayores transformaciones de las últimas cuatro décadas en el mundo árabe estaban lejos de ser digitadas desde el Salón Oval o el Pentágono y se producían sin siquiera la intervención de los ejércitos locales. Había perdido el control del tablero. Ese fue el segundo y más duro golpe.

Dominar la agenda. ¿Cómo recuperar el dominio de la agenda política internacional? El anuncio del asesinato de Osama bin Laden fue una movida audaz y ha mostrado ser efectiva. Barack Obama orientó la discusión hacia la seguridad y el terrorismo, ya no la democracia o el desarrollo.

Un indicio preliminar fue la intervención armada en Libia, cuando Estados Unidos promovió la "solución militar" antes que la presión internacional, para que Muamar Kadhafi definitivamente abandone el poder. El dictador libio es más útil en el gobierno que fuera de él, porque el enemigo está corporizado, sigue siendo potencialmente peligroso y justifica así el despliegue militar.

Siria, Qatar, Bahrein, Yemen y los demás gobiernos de la Península Arábiga que veían cómo el virus de los reclamos por mayor libertad se expandía peligrosamente hasta sus dominios, pueden tomar un respiro. En adelante, la estrategia de las grandes potencias estará centrada en cómo prevenir las inminentes represalias de Al Qaeda o de quienes son los potenciales sucesores de Bin Laden. Los cancilleres ya no tendrán que hacer malabares discursivos para explicar por qué no apoyan a ciudadanos que quieren vivir en sociedades libres con gobiernos democráticos.

Desde septiembre de 2001, la única estrategia de seguridad a nivel internacional ha sido la estrategia militar. Algo comprensible si consideramos que el liderazgo de Estados Unidos como potencia militar es totalmente indiscutible, no así el liderazgo económico, que pasará en los próximos 15 años a China.

El retorno de la seguridad a la cima de la agenda supone nuevamente la militarización de la política internacional. Estados Unidos se siente más cómodo jugando en estas condiciones.

El contragolpe ha mostrado ser efectivo. El actual presidente mejora su imagen pública, aumenta sus chances de reelección y avanza en el cumplimiento de sus promesas electorales (podrá retirarse de Afganistán, habiendo logrado su misión).

Pero estos son sólo los efectos de política interna y a corto plazo de la operación. En perspectiva, han ganado más los halcones del Pentágono que la paloma (Nobel) de la paz.