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El detenido N°11 que se convirtió en la víctima N°2

La tragedia de Pablo Ventura. Porqué la patota de los rugbiers se cobró mas de una vida.

Como si el salvajismo del asesinato en manada de Fernando Báez Sosa no hubiera sido suficiente, sus verdugos se cobraron otra vida. Esta vez, condicionando la libertad y el futuro de un joven inocente. Primero lo obligaron a exculparse y a desfilar por el patíbulo del que ellos mismos querían huir. Después, lo envolvieron en una imputación aberrante.

Pablo Ventura, fue la segunda víctima de un grupo de inefables cobardes, criminales y despiadados amparados en la tiranía del número. Barbaros sin remordimiento para trasladar la culpa a un otro que era siempre el blanco de su escarnio.

Fue “el perejil” cuyo nombre vomitaron antes, porque ya había sido en Zárate su salvoconducto a la impunidad. Era el perfecto “ninguno” para echarle la culpa: ingenuo, callado y capaz de soportar.

Los diez de la patota se movían en una horda despiadada; paradójicamente se creían parte de lo mejor de la selección natural. Su sentido colectivo los reunía en la elite de una sociedad provinciana, y en el pequeño mundo de un deporte deforme y anabólico: “el rugbierismo de los Tinchos”.

Su moral de doble estándar los comprometía tanto a honrar los valores del afamado “Tercer Tiempo”, como a defender la soberaníade un boliche a las piñas. Ostentaban un convencimiento ridículo de ser el epítome de la magnanimidad, cuando no eran más que miserables asesinos.

Pablo, el timorato joven zarateño imputado a traición por la banda de musculosos, tuvo la suerte inconmensurable de esa noche no haber estado en el lugar. Pero mayor fortuna fue que el destino lo mostrara en público, que hubiera testigos y sobre todo cámaras que respaldaran su verdad. Lo contrario lo hubiera arrojado a una celda durante larguísimos días, meses, años, hasta poder probar su inocencia.

De cara al futuro será difícil no asociar cualquiera de sus logros al estigma de haber sido “el detenido N°11”. Algunos títulos conservan una fuerza imponente.

Y como víctima, tampoco tendrá justicia. Solo le queda la oportunidad de recomponer una vida atravesada por una monumental desgracia. Su crimen quedará otra vez impune porque no hubo sangre, aunque en su interior, perviva la mancha indeleble del oprobio.

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