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El destino de la ciudad

Por Héctor Aguer. Durante el siglo XX se desarrollaron numerosas investigaciones acerca del origen, la esencia y el destino de la ciudad; los resultados se manifestaron en interpretaciones eruditas, muchas de ellas contradictorias entre sí.

A decir verdad, desde antiguo se configuraron dos series de sentencias acerca del valor de esta forma de organización humana: una de ellas exaltaba a la ciudad como símbolo supremo de la obra del hombre; la otra, que la oponía a los ideales de la vida rural, se concretó en una formulación extremosa: Dios creó el campo y el demonio la ciudad. El Sócrates platónico elogiaba el aprendizaje que espontáneamente brinda la sociedad urbana: "Los campos y los árboles no nos enseñan nada, pero la gente de una ciudad sí". La definición que nos legó Aristóteles en su Política subraya la finalidad perfectiva de la aglomeración ciudadana: "Es una asociación de seres semejantes que tiene por fin la vida más perfecta que sea posible". Pero Cicerón revela una sensación de hastío cuando reconoce que "huir de la ciudad al campo es como quitarse cadenas".

Saltemos, para aligerar la lista de testimonios, a dos autores temporalmente más cercanos: Rousseau, en el "Emilio", dice que las ciudades "son como el abismo de la especie humana" y el poeta Shelley lanza esta ironía bien inglesa: "El infierno es una ciudad muy parecida a Londres, una ciudad populosa y humeante". Podríamos añadir las críticas de Heidegger al dominio tiránico de la técnica en la sociedad moderna, que se traduce en la deshumanización de la ciudad, y los severos pronósticos de Mumford sobre la suerte de las megalópolis.

VISION PESIMISTA

Desde una visión teológica coloreada por el pesimismo calvinista, Jacques Ellul contempla a la ciudad como una grotesca imitación de la creación y del paraíso original, un refugio ilusorio de las almas errantes. Se basa en el caso bíblico de Caín, que después de cometer el fratricidio, fundó una ciudad buscando allí la seguridad que alivie su castigada vida de errabundo. Los males ciertos de las urbes modernas aparecen, en esta concepción, exagerados. Retomando la otra línea, la optimista, habrá que rescatar el impulso natural, profundamente humano, que se expresa en el anhelo constructor de la ciudad; ésta es el sitio adecuado para la realización del hombre en cuanto ser social (politikón, decía Aristóteles, con una insoslayable referencia a la pólis). Además, una perspectiva humanista y cristiana se hace cargo de las deficiencias de la ciudad hipertrofiada de nuestros días y propone una vía de solución: remontar los procesos de deshumanización y recuperar la vigencia de los grandes valores del espíritu que deben encarnarse visiblemente en la vida urbana. El significado religioso de la ciudad -patente en su origen, según las mejores interpretaciones- es un auspicio de redención; la gracia invisible se simboliza en la figura del templo, la casa de Dios que no puede faltar entre las casas de los hombres. De tal gracia es signo, para La Plata, nuestra prodigiosa catedral.

NUESTRO CASO

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ENFOQUE
El destino de la ciudad

Por MONSEÑOR HÉCTOR AGUER (*)

Durante el siglo XX se desarrollaron numerosas investigaciones acerca del origen, la esencia y el destino de la ciudad; los resultados se manifestaron en interpretaciones eruditas, muchas de ellas contradictorias entre sí. A decir verdad, desde antiguo se configuraron dos series de sentencias acerca del valor de esta forma de organización humana: una de ellas exaltaba a la ciudad como símbolo supremo de la obra del hombre; la otra, que la oponía a los ideales de la vida rural, se concretó en una formulación extremosa: Dios creó el campo y el demonio la ciudad. El Sócrates platónico elogiaba el aprendizaje que espontáneamente brinda la sociedad urbana: "Los campos y los árboles no nos enseñan nada, pero la gente de una ciudad sí". La definición que nos legó Aristóteles en su Política subraya la finalidad perfectiva de la aglomeración ciudadana: "Es una asociación de seres semejantes que tiene por fin la vida más perfecta que sea posible". Pero Cicerón revela una sensación de hastío cuando reconoce que "huir de la ciudad al campo es como quitarse cadenas".

La gracia de una permanente redención de la ciudad requiere la colaboración libre y generosa de sus vecinos

Saltemos, para aligerar la lista de testimonios, a dos autores temporalmente más cercanos: Rousseau, en el "Emilio", dice que las ciudades "son como el abismo de la especie humana" y el poeta Shelley lanza esta ironía bien inglesa: "El infierno es una ciudad muy parecida a Londres, una ciudad populosa y humeante". Podríamos añadir las críticas de Heidegger al dominio tiránico de la técnica en la sociedad moderna, que se traduce en la deshumanización de la ciudad, y los severos pronósticos de Mumford sobre la suerte de las megalópolis.

VISION PESIMISTA

Desde una visión teológica coloreada por el pesimismo calvinista, Jacques Ellul contempla a la ciudad como una grotesca imitación de la creación y del paraíso original, un refugio ilusorio de las almas errantes. Se basa en el caso bíblico de Caín, que después de cometer el fratricidio, fundó una ciudad buscando allí la seguridad que alivie su castigada vida de errabundo. Los males ciertos de las urbes modernas aparecen, en esta concepción, exagerados. Retomando la otra línea, la optimista, habrá que rescatar el impulso natural, profundamente humano, que se expresa en el anhelo constructor de la ciudad; ésta es el sitio adecuado para la realización del hombre en cuanto ser social (politikón, decía Aristóteles, con una insoslayable referencia a la pólis). Además, una perspectiva humanista y cristiana se hace cargo de las deficiencias de la ciudad hipertrofiada de nuestros días y propone una vía de solución: remontar los procesos de deshumanización y recuperar la vigencia de los grandes valores del espíritu que deben encarnarse visiblemente en la vida urbana. El significado religioso de la ciudad -patente en su origen, según las mejores interpretaciones- es un auspicio de redención; la gracia invisible se simboliza en la figura del templo, la casa de Dios que no puede faltar entre las casas de los hombres. De tal gracia es signo, para La Plata, nuestra prodigiosa catedral.

NUESTRO CASO

No está de más recordar ahora -ya lo hice varias veces en los tedeums del 19 de noviembre- algunos de los graves defectos que afean a La Plata y que se imponen, por momentos, como si fueran fatalidades invencibles. Ante todo, la extensión permanente del conglomerado urbano, que crece sin orden ni concierto, las más veces en forma de asentamientos precarios donde reina la pobreza extrema y la exclusión de la vida social. Causa amargura la destrucción del patrimonio de belleza que ha hecho célebre a nuestra ciudad, la manía de arruinar todo lo bello y noble recibido de épocas mejores, exentas de las patologías sociales que hoy padecemos. Nos alarma la proliferación del delito, que con insólitas modalidades se encarniza en los más débiles y difunde una sensación de desamparo; los vecinos conviven con el miedo. El caos del tránsito, provocado por el desprecio de las reglas más elementales, causa tragedias cotidianas; el respeto y el aprecio a la vida, la propia y la ajena, han cedido ante la indiferencia y el egoísmo. Ese vértigo suicida está ligado frecuentemente a la enajenación alcohólica de los jóvenes, a la que se rinden en los ritos semanales del boliche. Ultimamente, La Plata parece terreno fácil para la actividad prostibularia, sin que nadie se moleste demasiado ante esta degradación que afecta especialmente a la dignidad de la mujer. ¿Y qué decir de la circulación de la droga? En nuestros barrios los vecinos aseguran saber en qué sitio preciso y a qué hora pasa el dealer -nombre elegante con que se nombra a esos criminales, agentes de esclavitud y de muerte-. Algo peor sucede: que los más pobres encuentren trabajo en este mercado infame y vislumbren la posibilidad de levantar cabeza convirtiéndose en traficantes. Podríamos agravar la lista enumerando otros males, especialmente aquellos invisibles que hacen de la ciudad una suerte de extraño desierto, donde el exilio de Dios provoca el eclipse de lo más humano del hombre. Pero afirmemos con énfasis que no son fatalidades invencibles.

La gracia de una permanente redención de la ciudad requiere la colaboración libre y generosa de sus vecinos, de las personas e instituciones que comprenden la necesidad de empeñarse en esa tarea común. La edificación incesante de la ciudad como espacio plenamente humano es obra de todos y una función política en el sentido más alto e incuestionable del término. Corresponde a los gobernantes y a los dirigentes de las numerosas instituciones de bien público, pero también, aunque diversamente, a cada uno de los ciudadanos. Las dos palabras: política y ciudadano se refieren a un único nombre, a una realidad que es la ciudad. En cada uno de sus barrios, el amor de los platenses por La Plata puede prepararle días mejores que la acerquen al cumplimiento de su destino.