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Dos para quererse

El año se va y el desenlace tiende a ser melancólico. En verdad, nada de lo aparentemente significativo que sucede es demasiado nuevo, ni mucho menos original.

Mucho ruido, abundancia de denuncias, palabras echadas al viento, entrecruzamiento de descalificaciones, en suma, lo habitual en la Argentina.

Como acontece siempre a esta altura del año, la presidenta Cristina Kirchner marchó rumbo al Norte del mundo. Este septiembre será diferente.

En seguimiento de la poderosa consigna "nunca menos", la primera mandataria pasó unos primeros días en la siempre cautivante París, la ciudad que vale mucho más que una misa, y ahora ya se marcha a Nueva York, la no menos crocante manzana loca, metrópolis electrizante si las hay.

En ambos casos, hay que decir que la Presidente viaja porque quiere y porque puede, pero nadie podría justificar seriamente tamaños desplazamientos internacionales en base a la temática de las giras, en las que una vez más se impuso un cerrado secretismo de desplazamientos, porque Cristina recurrió a sus adorados aviones ejecutivos para tramos de la expedición y en la cabina de pasajeros los privilegiados fueron un puñado de elegidos.
La excusa en París era la distinción Félix Houphouët-Boigny dada en la Unesco a Estela Carlotto y las Abuelas de Plaza de Mayo. No es un premio subalterno, claro, pero resulta poco comprensible que su entrega implique tamaña movilización ultramarina de la Presidente.

Como nadie le niega 45 minutos a una jefa de Estado, Nicolas Sarkozy recibió sonrientemente a Cristina Kirchner, pero no fue una visita oficial y la agenda entre ambos era inexistente, al margen de generalidades y gentilezas.

La Presidenta argentina llenó sus horas con dos "acciones" más, como recibir a los padres de una de las muchachas francesas asesinadas en Salta y presentar el próximo rally Dakar, que saldrá de Mar del Plata, temarios de cabotaje y muy secundarios para un país con los

problemas sociales y de seguridad de la Argentina.

Nueva York es la nueva escala. En septiembre, tras la canícula agobiante del verano, vuelve a ser una deliciosa ciudad. Es cierto que la Asamblea General de las Naciones Unidas es desde siempre un tablado predilecto para que decenas de presidentes, reyes, y primeros ministros desfilen y usen sus 15 minutos para hablarle a un auditorio normalmente ajeno a lo que se dice en el podio.

Los Kirchner han mostrado predilección por sus septiembres neoyorquinos y a Cristina le toca ir ahora sola, sin su marido por primera vez. Pero nada de lo que allí sucede requiere que un jefe de
Estado se costee hasta la Primera Avenida de Manhattan.

En el ya avejentado edificio de cristal, se celebra la 66a asamblea general, en la que se congregan funcionarios de los 193 países que integran el organismo. Dar un discurso bien podría ser tarea del canciller, pero jamás esta Presidenta renunciaría a esa oportunidad.
Se vienen enseguida las elecciones presidenciales del 23 de octubre, cuyo veredicto parece, a estas alturas, bastante cantado, tras estos avatares parisienses y neoyorquinos. Es proverbial que las victorias electorales sean poco menos que obvias en la Argentina semanas antes de la fecha del comicio. Se sabía en las vísperas del 30 de octubre de 1983 que Raúl Alfonsín ganaría.

También era evidente horas antes del 14 de mayo de 1989 que la victoria era de Carlos Menem, como se supo antes del 14 de mayo de 1995 que él sería electo, y antes del 27 de octubre de 1999 tampoco había dudas de que el ganador era Fernando de la Rúa. Lo mismo sucedió en las vísperas del 28 de octubre de 2007 respecto de Cristina Kirchner. La única fecha en la que no hubo vaticinios probables fue la de las elecciones del 27 de abril de 2003, con una Argentina confundida, oscura e impredecible, y al cabo de las cuales quien salió segundo ese día, Néstor Kirchner, llegaría a la Casa Rosada con el 22% de los votos.

En estas séptimas elecciones presidenciales desde el retorno a la democracia en 1983, lo nuevo se mide en términos cuantitativos. Lo que se presume como una ventaja sideral entre la candidata a la reelección y sus seguidores es el rasgo destacado. De este apunte se derivan algunas conjeturas atendibles. Una de ellas es que la certeza tan abrumadora de una victoria ya lograda ¿no podría quitarle empuje (y votos) al oficialismo?
También es lícito interrogarse por el impacto que podría tener el triunfalismo oficial en la asistencia a las urnas; ¿no habrá mucha gente que, estando todo ya resuelto, le quitaría el cuerpo a los comicios?

Finalmente, hay una conjetura válida desde la mirada kirchnerista. Una supremacía aparentemente tan consolidada también podría ser nefasta para las candidaturas opositoras, amenazadas de ni siquiera poder retener sus 12+12-10 del 14 de agosto, o sea los porcentajes de Ricardo Alfonsín, Eduardo Duhalde y Hermes Binner.

Pero mientras estas especulaciones se siguen urdiendo, Sergio Schoklender siguió ocupando la atención periodística con su constante presencia en el escenario público, incluido su paso por el edificio anexo del Congreso, donde se le organizó una audiencia con comisiones de Diputados que escucharon sus formidables acusaciones contra la corrupción del Gobierno.
Si algo sabe hacer bien el kirchnerismo es desentenderse de las imputaciones más graves. Lo ha hecho siempre y no le ha ido mal, como la acreditan los casos de Antonini Wilson, Skanska, Jaime y las tierras fiscales de Santa Cruz. Con este episodio se repite la tecnología de la elusión.

La bocina mayor del Gobierno, Aníbal Fernández, sostiene que hay que estar loco para prestarle atención a Schoklender, pero no hace una década o un lustro, sino este mismo año, ese torvo personaje compartía tribunas con la primera plana del episodio, incluidos Hebe Bonafini y Amado Boudou. En marzo de 2011, ¿no estaban locas las primeras espadas del kirchnerismo para rozarse con Schoklender en actos públicos o para pedirle que financiara la actividad política del oficialismo?

Por otra parte, y tras 16 años de trapicheos en la justicia, Carlos Menem fue absuelto por el escándalo de las armas a Croacia y Ecuador, una de las lacras más purulentas de aquel período. Magnánimo y resbaladizo, el dúo de jueces que liberó de culpa y cargo a Menem (Horacio Artabe y Luis Imas), dijo que nada había sucedido.
Ambos jueces fueron designados para el cargo que ocupan en el Tribunal en lo Penal Económico no 3 por la presidente Cristina Kirchner.

El tercer integrante del tribunal, que votó a favor de procesar a Menem, Luis G. Losada, recibió su nombramiento de juez del presidente Raúl Alfonsín en 1984. Lo imponente es que las razones del jubileo de Menem las dará a conocer el tribunal solo dentro de 47 días, tras haber exculpado a Menem, el 7 de noviembre próximo, dos semanas después de las elecciones.

Otra vez, nada demasiado asombroso en la Argentina, un país donde casi todo es posible. Es casi imposible no advertir que Menem y el Gobierno se benefician con este resultado, haya sido deliberado y explícito, o no.