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De la barbarie residual

La ejecución en Estados Unidos de un presunto homicida prolonga una bárbara forma de justicia que ni disuade ni intimida; lo demuestra la incontenible progresión de las estadísticas de criminalidad en ese país.

La justicia humana es falible. Y puede llegar a ser criminal cuando condena a muerte a una persona a pesar de evidencias en contrario de su presunta culpabilidad.

Asesinatos legales de inocentes han abundado a lo largo de la historia; sin embargo, el ser humano persiste en la aplicación de la última pena como un elemento presuntamente disuasivo, aunque la realidad demuestre exactamente lo contrario. La pena de muerte ni disuade ni intimida: mata. Así de simple. Y cuando se ajusticia a un inocente es la sociedad misma la que se despeña en el asesinato.

En 36 de los 50 estados de Estados Unidos rige la pena de muerte. Desde que fue restablecida en 1976, fue aplicada en 1.268 personas (474 sólo en Texas). Existe un movimiento abolicionista que está logrando avances, como su eliminación en el código penal de 14 estados, pero en la mayor parte del país se sigue creyendo en la discutible eficacia de ese residuo de la barbarie.

Que la pena capital ni disuade ni intimida se demuestra con facilidad, por la incontenible expansión del delito en la superpotencia. A comienzos de este año, existían más de 2,4 millones de presos en cárceles estadounidenses, cuatro veces más que en China, el país más poblado del planeta, donde también sigue vigente el exterminio legal.

Troy Davis, de 42 años de edad, fue ejecutado el jueves último en Georgia mediante una inyección letal (epítome de la irracionalidad, ya que el protocolo de la ejecución prescribe que el brazo del condenado sea desinfectado con alcohol antes de recibir la fórmula química mortal).

Troy había pasado 20 años, la mitad de su vida, en el corredor de la muerte de la penitenciaría de Jackson. ¿No pagó su presunta culpa con esa dilatada agonía?

El homicidio legal perpetrado no es una derrota para los abolicionistas del mundo, encabezados por Amnistía Internacional. Antes bien, es un nuevo caso que juega a favor de esa cruzada. Porque Davis fue muerto sin que quedara plenamente probada su presunta culpabilidad en el asesinato del agente de policía Mark MacPhail, acaecido en 1989 en Savannah.

Los informes de balística nunca fueron convincentes. No se pudo encontrar el arma homicida (salvo la jeringa hipodérmica, en poder de la administración de justicia), no se aportaron pruebas de ADN y varios otros procedimientos de rutina en una investigación seria fueron dejados de lado. Peor aún, siete de los nueve testigos que declararon en contra de Davis se retractaron.

Esa obstinación en matar quizá pueda ser explicada en cierta forma por el hecho de que Troy Davis era de raza negra. Los negros representan el 12 por ciento de la población estadounidense, pero son más del 40 por ciento de los ejecutados y el 42 por ciento de los que aguardan la hora final en los corredores de la muerte.