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De graduados y egresados

* Marcelo Polakoff. Graduarse y egresar expresan la misma idea original, que tiene que ver con aquello que es gradual, que es escalonado, paulatino y progresivo.

En estas épocas de finalización de clases, vale preguntarse, una vez más, qué significa graduarse y qué significa egresar.

En el fondo, ambos verbos no hacen más que expresar la misma idea original, que tiene que ver con aquello que es gradual, que es escalonado, paulatino y progresivo.

Es más, la misma raíz latina compartida da cuenta de semejante parentesco, evidenciado en otros vocablos complementarios, como "ingresar", "progresar" y "regresar".

En todos ellos nos encontramos con un movimiento sostenido que nos dirige hacia algún destino específico, destino que en este contexto no tiene nada de geográfico.

Es que todo egreso que se precie de tal debiera constituirse, al mismo tiempo, en una pieza esencial de una balanza virtual que nos ayude a decidir dónde y cómo ingresar (y, a la vez, dónde y cómo no hacerlo, aunque parezca prima facie que se trata de un ingreso libre y gratuito).

Del mismo modo, todo egresado que no sepa medir y evaluar el costo que debe pagarse por tal o cual progreso pierde de antemano una gran cuota de solidez en dicho egreso, al no estar acompañado de la necesaria conciencia que nos permita frenar ese progreso cuando en el camino se vayan cayendo otros tantos valores, cuya ausencia garantiza indiscutiblemente un adelanto, pero vaciado de contenido.

Egresar bien, egresar completo, implica también saberse carente, vislumbrarse en cuotas, percibirse como muchas páginas web en la actualidad: "en construcción".

Egresar, entonces, conlleva implícito en su genética valorativa la chance de regresar; regreso que garantiza –mientras no se lo exaspere– la maravilla de volver hacia atrás para tener una mayor perspectiva y, a la vez, un mayor envión.

¿Y graduarse? Aquí se trata de otra cuestión principal, una cuestión –diría irónicamente– de primer grado. No captar que lo educativo depende en su totalidad de la graduación, ya no en el sentido de la culminación de una etapa de estudios, sino en la concepción de lo que se desprende de la alquimia que está por debajo de todo lo que trasunta en el aula, es perderse en grado sumo.

En última instancia, graduarse es saber aplicar el grado exacto de los conocimientos adquiridos para cada situación que se presente como novedosa. Es poder combinar la medida apropiada de la duda que no paraliza y que invita a un buceo más exhaustivo, con las certezas más absolutas. Es intentar poner mayores grados de conciencia sobre toda ciencia. Es darse el lujo de entremezclar el avance personal con el bienestar social.

Es, también, poder armonizar la capacidad de responder con el desafío de hacerse responsable por las propias respuestas.

Graduarse es permitirse una cuota de sueño sin que sea ensueño, para alternarla con sabiduría en los planos de lo real. Es otear lo potencial que reside en cada uno de nosotros, para anclar allí las amarras que nos vayan acercando a esa meta divina donde el espejo nos devuelva nuestra mejor imagen (que nunca es sólo imagen).

Graduarse es precisamente eso: dominar los grados, aderezar con proporciones, sazonar con medida. Tal vez por ello el hebreo, en su sutil y antiquísima maestría, concentre en una sola palabra tantos sentidos dispersos. La palabra es shiur y significa al mismo tiempo una "clase" y una "medida".

Para que les quede claro a todos los que egresan, a todos los que se gradúan, que si aprendieron bien, saben perfectamente que no terminaron sus clases.