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Corazón, armame las valijas

Cualquier matrimonio que ha atravesado más de diez años de uso, sabe que la grandeza de las relaciones se mide en cosas muy pequeñas, por ejemplo, si él o ella tienen que armar la valija del otro, puede deducir si "lo nuestro es algo que va a resistir el tiempo" o "te ahorco con la media que no te olvidaste".

Por Cristina Wargon

@CWargon

Rufino te toca a vos

Nunca tuve muy en claro por qué llegué a Rufino por primera vez (solo sé que he hecho allí amigos entrañables) y en la tarde de aquel viaje estaba tan enloquecida de trabajo que tuve que dictar mi valija por un celular en un bar, a mi diligente cual inútil esposo.

La charla en sí me insumió una fortuna y enteró a los mozos y al café entero, dónde exactamente estaban mis calzones negros. Detalle que mi armador de valija desconocía pero que concitó la adhesión de todos los escuchas del bar. "¿Anotaste todo?", alcancé a preguntar antes de que la comunicación se interrumpieran definitivamente "¡Por supuesto!", replicó el enano con ese entusiasmo que suele presagiar catástrofes.

A la hora convenida, nos encontramos en la terminal. Él, con la valija a cuesta, y yo con la lengua afuera. Nos despertamos en Rufino, y ya en el hotel tuve que afrontar la cruel verdad. Resumiendo, no estaba mi crema de limpieza, que reemplacé por su crema de afeitar cedida en un noble gesto.

Pero rechacé la maquinita por motivos bastantes obvios. Hube de combinar un conjunto marrón con zapatos azules, lo que dejó en Rufino una pobre impresión de mi elegancia. Pero lo que me llevó al ataque de epizootia, fue descubrir que en la sección "calcetines" había conseguido la proeza de guardar uno azul y uno rojo. En ese exacto momento me tentó decir "qué boludo", pero como "lo nuestro ha de durar para siempre", pregunté con voz mesurada: "¿no te estarás volviendo daltónico?" Y luego me metí en el baño y mastiqué de puro odio, el calcetín rojo.

La Francia me toca a mí

Arribé a la Francia para presentar el libro de una joven poeta local. La Francia es una ciudad de tres mil habitantes de la Pampa cordobesa y aunque no existe en la historia de la literatura, ningún indicio de cómo debe ir vestido el marido de la presentadora, convinimos que mi protocolar enano, debía ir de traje. Esta vez, la valija corrió a mi cargo.

Juro que no me guió ningún afán de venganza el olvidarme su equipo de afeitar. Pero me gustaría recalcar que no aceptó mi crema de limpieza en su reemplazo (hay que reconocerlo, los varones son más jodidos que las mujeres). Pero lo verdaderamente crítico se desató a las siete de la tarde, a media hora del inicio del acto donde aguardaban todas las autoridades y fuerzas vivas del pueblo.

Con todo amor, había separado su traje, zapatos, corbata, saco y camisa... pero precisamente la puta camisa ¡¡¡le quedaba cinco centímetros chica de cuello!!! "Te creció el cogote durante el viaje!", grité sorprendida. Por un instante muy fugaz me pareció que observaba el mío con intención de retorcérmelo. Pero "como lo nuestro es para siempre" se limitó a descartar mi explicación de que su cuello hubiese leudado. "No importa, yo lo soluciono", afirmé, con ese brío desatinado que pongo frente a los temas que no tienen solución posible. ¿ De dónde sacar una camisa de su talle un sábado al anochecer en la Francia? Salí desesperada y tropecé con el dueño, el "Pipi". Es impropio, lo sé, abordar a un señor desconocido y preguntarle cuánto mide de cuello, pero la imagen del enano en calzoncillo pudo con mis prejuicios y ¡oh milagro!, "el Pipi", aunque medía quince centímetros más, tenía el mismo número de camisa. Con afabilidad extrema le prestó una.

Sí, amor, lo nuestro es para siempre, si antes no aparecemos en las páginas policiales.