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Votar con el corazón: emociones en tiempos de polarización

En Argentina, las elecciones no son solo un acto cívico. Son, muchas veces, un acto emocional. En un país donde la política se vive con la intensidad de un clásico futbolero, las emociones ocupan un lugar central: la esperanza, el enojo, la frustración, la ilusión o el miedo pueden pesar tanto como los datos o las propuestas.

Por Verónica Dobronich


No elegimos solo ideas: elegimos identidades

Cada voto es, en cierto modo, una expresión de pertenencia, de “yo soy de este lado” o “no soy del otro”. En tiempos polarizados, esa necesidad de pertenecer se exacerba, y el diálogo se vuelve más difícil. Escuchamos menos para comprender y más para defender.

Las neurociencias explican que cuando sentimos que nuestra identidad está amenazada, el cerebro activa los mismos circuitos que ante un peligro físico. Por eso, debatir política con alguien que piensa distinto puede sentirse como un ataque personal. Y así, lo emocional coloniza lo racional. La conversación pública se llena de adrenalina, cortisol y juicios rápidos. Las redes sociales, con su lógica de inmediatez y validación, amplifican esas emociones, convirtiendo cada elección en una batalla simbólica que deja poco espacio para la reflexión.

Pero las emociones no son el problema: son el punto de partida

La clave está en reconocerlas. En entender qué hay detrás de la ira, del fanatismo o del cansancio social. Porque solo al identificar qué sentimos podemos evitar que esas emociones decidan por nosotros. La inteligencia emocional aplicada al voto no busca eliminar las emociones, sino darles conciencia y dirección, para que no se conviertan en reacciones automáticas que alimenten la grieta.

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En contextos tan cargados como el argentino, la inteligencia emocional se vuelve una herramienta ciudadana. Implica observar sin reaccionar, escuchar sin etiquetar, y recordar que detrás de cada postura hay una historia, una emoción y una necesidad humana de ser vista. La empatía política no significa estar de acuerdo, sino poder mirar al otro sin reducirlo a una caricatura.

La polarización emocional desgasta el tejido social. Nos vuelve menos capaces de construir puntos en común, de imaginar un “nosotros” posible. Por eso, quizás el desafío no sea tanto cambiar de opinión, sino reaprender a conversar.
A recuperar la serenidad para pensar, la humildad para dudar y la curiosidad para escuchar. A sostener diferencias sin deshumanizar. A convivir con la incomodidad que implica aceptar que nadie tiene el monopolio de la verdad.

Madurar emocionalmente como sociedad también implica aprender a tolerar la frustración. No todo resultado electoral puede satisfacer nuestros deseos, pero sí puede invitarnos a crecer en comprensión y responsabilidad. La madurez colectiva surge cuando dejamos de buscar salvadores y empezamos a asumir que la construcción de un país no depende solo del voto, sino de cómo nos vinculamos cada día con quienes piensan distinto.

Porque al final del día, gane quien gane, seguimos compartiendo el mismo país, el mismo deseo de bienestar y la misma necesidad de esperanza. Y tal vez el desafío más grande sea ese: elegir sin odiar, disentir sin romper, emocionarnos sin cegarnos.

Porque una sociedad emocionalmente inteligente no es aquella que no siente, sino aquella que sabe sentir sin destruir.

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