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Uno de los nuestros

*Por Ernesto Tenembaum. ¿Cuál es el costo político que debe pagar el jefe de una estructura que asesina a alguien? ¿De qué manera una sociedad puede sentirse relativamente tranquila porque el castigo, si bien no repara el tremendo daño causado, al menos genera un efecto que obliga al responsable o a otros como él a pensar dos veces antes de repetir la barbarie?

Una de las noticias más tristes del año que termina es el regreso de la represión política y social a la Argentina. Algo que, desde los asesinatos de Maximiliano Kosteki y Darío Santillán, parecía que no volvería a ocurrir, sucedió. Diversos estamentos vinculados al poder generaron episodios que terminaron con la represión y la muerte.

El último de ellos ocurrió en Formosa, el anteúltimo en Barracas y previo a esos la policía de Río Negro había también reprimido y matado en Bariloche, ante una protesta barrial por un caso de gatillo fácil. En ninguna de esas situaciones está involucrado directamente el gobierno nacional. Pero en todas ellas, las estructuras que actuaron están vinculadas al kirchnerismo, son sus expresiones locales, sus aliados durante años, o patotas de sindicatos alineados, protegidas en su actuación por la Policía Federal y contratadas por empresas de servicios subsidiadas y concesionadas por el Gobierno.

De todos esos hechos, la Justicia ha demostrado que avanza sólo en uno de ellos, el más visible: el asesinato de Mariano Ferreyra, donde ya hay detenidos y procesados. Es el único, por otra parte, sobre el que se ha expresado públicamente la Presidenta, aunque sin hacer ninguna mención ni a la Unión Ferroviaria ni a la Policía Federal. Los jefes de las estructuras políticas y sindicales involucradas, José Pedraza, el rionegrino Miguel Saiz y el formoseño Gildo Insfrán siguen en sus puestos como si nada hubiera ocurrido, habiendo incluso respaldado la represión.

Toda esta situación genera un gran dilema al gobierno nacional, que ha defendido desde el 2003, incluso ante desafíos límite, la decisión de no reprimir la protesta social pero, al mismo tiempo, ha sido también muy cuidadoso a la hora de afectar su relación con los líderes sindicales y territoriales que lo apoyan, cualesquiera sean las características de estos. Ese dilema se expresa, más que en ningún otro episodio, en la nula respuesta de la Casa Rosada frente a la represión en Formosa. Se produjo una reacción de unos pocos dirigentes del kirchnerismo, con cierta importancia en términos de referencia social. Pero ninguno de los hombres con real poder en la estructura dijo una sola palabra sobre el hecho.

El silencio como respuesta fue una decisión colectiva: ni un ministro, ni un diputado, ni un gobernador del Frente para la Victoria consideraron necesario pedir explicaciones sobre la represión llevada a cabo por fuerzas policiales que responden a Gildo Insfrán, un gobernador K de la primera hora. Basta recordar lo que ocurrió cuando un cabo de la policía neuquina asesinó a Carlos Fuentealba o lo que hubiera ocurrido si la Metropolitana de Mauricio Macri reprimía y mataba, para percibir la diferencia de criterio que se aplica –o se aplicaría– en distintos casos.

El dilema se resume a una pregunta: ¿hasta qué límites el Gobierno sostiene y respalda a "uno de los nuestros"? ¿Qué conducta los deja afuera del marco de alianzas? ¿La represión y la muerte, y el respaldo a ellas, deben ser toleradas a la tropa propia o no?

Insfrán ha sido de los gobernadores más leales al kirchnerismo, contra viento y marea, en todos los casos: cuando nadie lo apoyaba a Kirchner él lo hizo, cuando Kirchner era Gardel, cuando se desbarrancó en la crisis del campo, cuando perdió las elecciones, cuando comenzó a recuperarse, Insfrán siempre fue leal. El problema es que, mientras era leal, se hacía reelegir cuatro veces, y construía un poder en Formosa donde la democracia, al menos según la caracterización de otros aliados del kirchnerismo, como la diputada Silvia Vázquez, es una quimera. "Insfrán es un genocida", dijo, por ejemplo, Vázquez. Para los códigos que rigen estas situaciones, si luego de la represión, Cristina Fernández de Kirchner, o Aníbal Fernández, cuestionaran a Insfrán, no sólo se verían afectadas las relaciones con él sino con gran parte de la estructura que respalda al gobierno nacional.

El resto de los dirigentes no son tan distintos a Insfrán y los códigos son los códigos. Una mano lava la otra, las dos lavan la cara y así la vamos llevando. Porque Insfrán no sólo es un leal a prueba de todo sino que además es un hombre muy reconocido en la estructura del PJ: fue el presidente, por ejemplo, del último congreso nacional partidario, que coronó a Kirchner como titular del partido.

Uno de los nuestros

El silencio frente a la represión, por parte del gobierno nacional, ha sido caracterizado con dureza por organismos de derechos humanos muy representativos. El Centro de Estudios Legales y Sociales, por ejemplo, informó: "El 12 de agosto el CELS había remitido a distintas dependencias del gobierno nacional información sobre la situación de la comunidad La Primavera y había solicitado la intervención del Estado federal". Frente a la falta de respuestas y a partir de los sucesos del martes pasado, el CELS envió al día siguiente una nota a la Presidenta de la Nación, Cristina Fernández de Kirchner, en la que condenó "la pasividad frente a los sucesivos avasallamientos sufridos por los indígenas" y afirmó que esa omisión constituye "una clara violación de los compromisos internacionales en materia de derechos humanos".

La pasividad y el silencio frente a abusos y violaciones a los derechos humanos cometidos por "los nuestros" ha sido una actitud coherente del gobierno nacional desde el 2003. El liderazgo que Néstor y Cristina Kirchner ejercieron en otras áreas estuvo ausente cuando se trató de dar señales claras acerca de lo que opinaban cuando estructuras propias se complicaban con la represión, el matonismo o, incluso, la corrupción.

La lista es larguísima: el Gobierno no emitió ni siquiera opiniones críticas cuando Daniel Varizat pasó con el auto por encima del cuerpo de una docente en Santa Cruz, cuando "Madonna" Quiroz disparó contra una multitud en San Vicente, cuando una patota molió a golpes a sindicalistas en el Hospital Francés, cuando la Policía Federal reprimió a la entrada del recital de Viejas Locas, cuando una interna por fondos sindicales terminó con la vida del dirigente camionero Abel Beroiz, ni cuando desapareció el joven Luciano Arruga luego de haber sido detenido por la Policía Bonaerense.

¿No tiene lógica que si todo esto ocurre sin que haya una activa condena del gobierno nacional en algún momento se empiecen a reproducir hechos similares y se lamenten cada vez más muertes?
En los últimos tiempos, a esa cadena de silencios se le sumaron los graves sucesos de la provincia de Río Negro, gobernada por el radical K Miguel Saiz. El 17 de junio pasado, un policía asesinó por la espalda a Diego Bonefoi, un joven de 15 años.

La protesta barrial que desató el asesinato fue reprimida a balazos que mataron a Nicolás Carrasco y Sergio Cárdenas. Unos meses después, se produjo otro caso de gatillo fácil, y la policía volvió a reprimir la protesta. Gastón Chillier, director ejecutivo del CELS, se preguntó en un comunicado: "¿Cuántas muertes más de jóvenes en manos de la policía de Río Negro tendrán que producirse para que las autoridades del gobierno provincial y nacional adopten medidas para prevenir estos asesinatos?".

La represión en Formosa es una respuesta contundente a esa pregunta.

Saiz es, como Insfrán, como Scioli, como Moyano, uno de los nuestros.

Por eso, hay temas que son tabú.

Porque cuantos más seamos, mejor, ¿no?

Es, apenas, una cuestión aritmética.

Lo que suma, suma. Y lo que resta, resta.