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Una bandera manchada

* Por Carlos Pagni. ¿Cuál es el espesor de la inmunidad con que la Argentina envuelve a sus grandes víctimas? ¿Cuánta es la autonomía que las organizaciones de derechos humanos deben conservar respecto de los gobiernos? Las fechorías de Sergio Schoklender con los fondos estatales transferidos a las Madres de Plaza de Mayo instalaron estos interrogantes en el centro de la vida pública.

El escándalo reanimó en esos organismos un viejo debate, mientras los funcionarios buscan sin éxito un discurso capaz de atenuar la crisis. Los desaguisados que rodean a Hebe de Bonafini y su asociación no podrían mortificar más a Cristina Kirchner. Por un lado, salpican con sospechas de corrupción la política de derechos humanos, bajo cuya advocación el Gobierno ha justificado sus mayores cruzadas, desde la guerra contra el campo hasta el conflicto con Clarín y LA NACION. Era una bandera que no debía mancharse. Por otro lado, la controversia sobre Bonafini cae como un rayo en el que, desde la muerte de Néstor Kirchner, constituye el núcleo político emocional más íntimo de la Presidenta. Convertida en viuda, ella se rodeó más que antes de madres e hijos de desaparecidos.

La Casa Rosada busca blindar a Bonafini y su organización, al mismo tiempo que condena a los Schoklender al noveno círculo del infierno, el de los traidores. Un esfuerzo tardío y rudimentario. Esos hermanos no tenían antecedentes que los volvieran confiables en la administración de dinero de terceros. Más bien todo lo contrario. Corregir ese déficit con la auditoría de Felisa Miceli, que venía de atesorar dineros dudosos en un baño, tampoco fue una buena receta.

Hasta el último invierno, según fuentes seguras, Sergio Schoklender, camuflado en la identidad de un tal Javier Salas, pasó costosas temporadas en el exclusivo hotel Pire Hue, de Bariloche, donde también se alojaban los pilotos de sus aeronaves. En Buenos Aires, eran proverbiales sus visitas al casino. ¿No se lo dijo Cristóbal López a la Presidenta? Norberto Oyarbide deberá corroborar esas y otras informaciones. Por ejemplo: el año pasado, el banco de Santiago del Estero y el Supervielle, reportaron a la Unidad de Investigación Financiera (UIF) movimientos sospechosos de Schoklender. La Justicia los investiga recién ahora.

Julio De Vido puso las manos en el fuego por Bonafini. Sus subordinados, Abel Fatala y Luis Bontempo, defendieron ayer a ella y al Gobierno en la Comisión de Vivienda de Diputados. No respondieron muchas preguntas: ¿por qué las Madres reciben del Estado $ 1265 millones para hacer viviendas, cuando a otras 70 organizaciones se les gira, con igual fin, $ 300 millones? Según el diputado Gustavo Ferrari, la Fundación es la segunda constructora del país en cantidad de personal contratado. ¿Quién monitorea sus prestaciones? "Municipios y provincias", dijeron los funcionarios. ¿Quién vigila a esas jurisdicciones, que consiguen construir sin licitación?

Hay enigmas más relevantes. ¿Cómo controló la Sindicatura General de la Nación (Sigen) los fondos transferidos? Aunque sea privada, una institución como la de las Madres debe ajustarse a pautas similares a las del sector público. Sus directivos, Bonafini en este caso, tienen la responsabilidad de un funcionario (art. 263 del Código Penal). Más interrogantes: ¿qué supervisión ejerció la Inspección General de Justicia, controladora de las fundaciones? ¿Para corregir las desviaciones hay que esperar a los pronunciamientos judiciales? La pregunta es muy actual. Mauricio Macri acaba de transferir otros $ 10 millones por mayores costos de los sospechosos planes de viviendas.

Un tabú
Debajo de estas incógnitas yace un tabú: ¿por qué la organización de las Madres es idónea para desarrollar viviendas? Hebe de Bonafini, igual que sus compañeras, son víctimas que merecen respeto, conmiseración y reparación. Pero esa condición no las legitima en cualquier actividad. Ellas promueven en la conciencia argentina comprensibles movimientos de culpa.

Sin embargo, esa conexión no alcanza para extenderles fueros. El problema apareció con toda su crudeza en estos días. Bonafini demostró tener dificultades para percibirlo. "Hay demasiada sangre derramada para perder el tiempo en pelotudeces", dijo. Imposible pedirle que tome una licencia por su propia credibilidad.

Desde los años 80, en las organizaciones de derechos humanos se discute si quienes militan a favor de esa causa universal deben permitirse una identificación con una experiencia de gobierno. Schoklender hizo estallar ese debate de la peor manera.

En el campo de los derechos humanos varían las afinidades partidarias, los alineamientos internacionales, los estilos de liderazgo. Pero las mayores diferencias están determinadas por la vinculación con los gobiernos. Dirigentes como la fallecida Adriana Calvo de Laborde, Nora Cortiñas, María Isabel Mariani -modelo de abuela que Bonafini levanta para hostigar a Estela de Carlotto- o Adolfo Pérez Esquivel hacen un culto de su independencia política.

Los Kirchner extremaron esa distinción, uniendo a rivales como Bonafini y Carlotto, y convirtiéndolas en engranajes de su aparato de poder. Carlotto consumó esa simbiosis, acaso sin saberlo, el día que dijo: "Cristina me hace acordar a mi hija desaparecida". Ella ya se había aproximado a la administración de Felipe Solá, en la que tuvo una desagradable polémica sobre fondos -monedas al lado de la actual-, con Gabriela Cerruti. Después, por orden de Kirchner, sus hijos Remo y Guido figuraron en las listas oficiales.

Capturar a Bonafini fue más fácil: los Kirchner la sacaron del aislamiento al que la había llevado su enloquecida retórica (sólo en la Argentina circula como defensora de los derechos humanos alguien que celebra el ataque a las Torres Gemelas, y que recusa a quien se lo reprocha, en este caso el periodista Horacio Verbitsky, por ser judío).

El avance kirchnerista sobre las organizaciones de derechos humanos podría completarse con la aproximación del Gobierno al Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS). Sobre todo si, como afirman funcionarios bonaerenses, las impugnaciones de ese Centro a la política de seguridad de Daniel Scioli y Ricardo Casal se interrumpieron, a pedido de la Presidenta, hasta que el gobernador consiga reelegirse.