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¿Tus hijos ya se fueron de casa? - Parte 2

Hay cosas que vienen con la vida y otras que se van con ella, por ejemplo los hijos que un día dicen "ya soy grande me quiero ir".

Frente a esto hay madres que se alivian y otras, escandalosas y latinas que tienden a morirse.

Anóteneme en ese rubro y va la historia

Premeditadamente no estuve en el momento en que se fue mi hija.  Ya lo dijo Woody Allen: no es que le tema a la muerte, sólo que no me gustaría estar allí cuando ocurra. Lo que no sabía es que madre que huye, madre que pierde.

Fue elegante de mi parte no presenciar su partida. Seguro que lloraba abrazada al felpudo o me internaba en la terapia intensiva que tuviera más cerca.  Sin embargo, lo elegante en estos casos está peleado con lo práctico. Fue doloroso comprobar en los días subsiguientes que mi nena había aprovechado mi ausencia llevándose todo lo que pudo acarrear: toallas, sabanas, cacerolas, cubiertos, licuadora, platos, pincita de depilar, champú, sal, fideos, aceite. Lo único que no llevó fue mi cama matrimonial, porque supongo que con su gato no le servía de gran cosa.

Quizá lo más indignante de esta etapa fue que mientras ella se quedó con mis llaves, tuve que esperar una invitación oficial para entrar a su casa. 

Cual los gatos, demarcó su territorio y con la misma generosidad que éstos decidió que todo lo mío era de ella y todo lo de ella también pero sólo de ella (típico razonamiento de cualquier hijo en cualquier instancia). 

Además me dejó todas sus basuras, que para mí eran recuerdos. En alguna noche de nostalgia abrazaba su muñeca bizca y pelada mientras mi marido clamaba pidiendo el divorcio.  Tenía razón.

Lo más paradojal del episodio ocurrió cuando por fin terminé de padecer convulsiones y toda la familia (restante) se animó a creer que sobreviviría  al golpe. Pues bien, fue entonces, en ese momento de rélax cuando se descubren las ventajas de un mínimo espacio vital que hemos ganado, cuando la impía reapareció. Con un gran bolso de ropa para lavar Y todo volvió a lo de antes, o peor, porque de ahí en más mí hija retomó su actividad de rutina con agravantes. Sistemáticamente se sentaba a almorzar con cara de huérfana biafrana, ocupaba el baño para lavarse la cabeza y dejaba a los demás haciéndose pis en el pasillo, se acomodaba en el primer lugar para ver televisión y hasta se acostaba en nuestra cama para leer.

Por fin se hizo inevitable preguntar: ¿Pero vos no te habías ido?". La respuesta bien pueden imaginarla.  Ni con cinco años de diván alcancé a reponerme. De cualquier modo, ninguno de mis terrores secretos se hizo realidad. Ni se dedicó a orgías devastadoras, siguió bañándose como siempre, cuando se enfermaba me llamaba por teléfono, su casa estaba más acomodada que su cuarto, la heladera no estaba más ponzoñosa que Chernobyl, ni se olvidó el saquito. Sólo creció y a veces eso duele..