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Sobre medialunas, periodistas y choferes de autobús

*Por Ernesto Tenembaum. No tengo idea sobre si esta profesión sirve para algo. Con perdón de tantas personas solemnes, en general creo que sirve para muy poquito.

Una parte de la sociedad argentina asiste desde hace un par de años a un debate, en general lamentable, acerca de quién es bueno y quién es malo en el periodismo argentino. Hay personas que se apasionan, arman definiciones, se acusan mutuamente, quieren tener razón, y así sigue la vida, como siguen las cosas que no tienen mucho sentido.

La verdad es que lo que era en cierta medida novedoso en su momento, lentamente se va tornando aburrido, tedioso, soporífero, de tan repetitivo. Al final, cada maestrito seguirá con su librito, las personas que se extraviaron en este tiempo volverán a ser normales (o casi) y nadie tendrá la razón absoluta, porque pretender eso, realmente, es una tontería. Si hasta Aníbal Fernández pontifica últimamente sobre el bien y el mal, así que mejor dejémoslo ahí.

Lo que sigue no es una receta sino una mera experiencia personal, una manera más de celebrar el Día del Periodista.

Después de varias décadas de profesión me atraen cada vez más las historias pequeñas, los detalles menores, porque me parece que alumbran mucho más acerca de un país que las grandes noticias, y que si se va de menor a mayor se aprende más que a la inversa.

El día que fue invitada al canal de televisión oficial, Beatriz Sarlo destacó que en Palabras más, palabras menos ("el programa de los martes", lo llamó) se hubiera tratado insistentemente la desaparición de Luciano Arruga, el chico de 16 años que fue detenido por la Bonaerense luego de negarse a robar para ellos y jamás se lo volvió a encontrar. Ese pequeño hecho es impactante no sólo por el dolor que genera en su familia sino por todo lo que descubre su sola existencia: la persistencia de prácticas horrorosas, la casi nula cobertura mediática –con excepción de algunos espacios en TN y en Página–, los silencios del gobernador y la Presidenta –justo la presidenta de los derechos humanos–, la soledad de la familia ante el poco acompañamiento de artistas, intelectuales y algunos de los organismos de derechos humanos –siempre, en estos casos, son una excepción el Serpaj, las Madres de Plaza de Mayo Línea Fundadora, la APDH de La Matanza y el CELS–.

Los casos chiquitos, los detalles menores, son siempre infinitamente reveladores, más que cualquier teoría. Eso ocurre, por ejemplo, con el asesinato de un miembro de la Comunidad Primavera de Formosa: su cobertura periodística permite entender cómo funciona toda esa provincia, cómo el aparato burocrático del PJ kirchnerista protege a uno de sus hombres, aun cuando este sea denunciado por los peores delitos y por personas como la hermana Martha Pelloni, y cómo se coopta con plata estatal y divide a los pueblos originarios para acallar sus reclamos. Además, por supuesto, de percibir la cobertura de la televisión oficialista, que no invita nunca a las víctimas de estos atropellos, ni a la familia Arruga, ni al líder toba Feliz Díaz, y, al revés, realiza informes para congraciarse con el gobernador acusado.

Son todos detalles menores, pero está bueno seguirlos como periodista porque, uno a uno, van permitiendo percibir todo un mapa. El asesinato de Mariano Ferreyra es, apenas, un caso. Pero basta leer el libro de Diego Rojas para sumergirse en un universo riquísimo: los pactos económicos y político del kirchnerismo con las patotas sindicales, la aparición de barras bravas asesinos en los intersticios del poder, la actitud cómplice de la Policía Federal, a la que el jefe de Gabinete se apresura a defender porque es el que le daba las órdenes, entre otros muchos aspectos de una realidad que, hasta entonces, se ignoraba. O para descubrir los mecanismos de encubrimiento oficial, con complicidad periodística, cuando un coro de soldados sale a decir, primero, que fue Duhalde y luego que "Moyano no es Pedraza". Y lo mismo se puede decir sobre el asesinato de Rubén Carballo, por parte de la Policía Federal, a la entrada del recital de Viejas Locas.

O de la represión del Indoamericano. O de la denuncia contra la Obra Social de Camioneros. O de la investigación de cada caso de niño apropiado, o bajo sospecha de haberlo sido, incluyendo por supuesto los de Marcela y Felipe Noble Herrera. O el de los trabajadores esclavizados por patrones rurales o empresas textiles, que tan bien viene denunciando la cooperativa La Alameda desde hace tantos años. O el episodio en que un amigo del entonces presidente de la Nación atropella con una simbólica cuatro por cuatro a una maestra en huelga y luego es defendido por ese presidente.

Curiosamente, a partir de casos teóricamente pequeños, se han producido cambios importantes en la Argentina. Uno de ellos fue el caso María Soledad Morales, que tuve el privilegio de cubrir como periodista y que cambió para siempre a la sociedad catamarqueña. Y además, esas peleas de sectores desguarnecidos de la sociedad contra el poder de siempre –político, económico, están tan entremezclados– muchas veces se ganan y son una advertencia para otros poderosos por eso de que, a veces, el que las hace las paga.

No tengo idea sobre si esta profesión sirve para algo. Con perdón de tantas personas solemnes, en general creo que sirve para muy poquito. Un periodista divierte mucho menos que un futbolista, no enseña como un maestro ni cura como un médico, ni descubre una vacuna ni arregla un auto. Muchas veces, ni cambia una lamparita. No es que las cosas tengan que servir para algo. Pero sería tranquilizador que así fuera.

En medio de todo ese ruido, tan banal, tan repleto de comisarios políticos y morales a los que se les nota la hilacha cada dos palabras, quizá sea reconfortante dedicarse a los detalles menores. Son muy reveladores. Y, en general, tienen como protagonistas a personas sin voz ni voto, que no saben cómo acercarse a los medios y que son, indiscutiblemente, los más débiles entre los débiles. Está bueno darles o conseguirles espacio para que sean visibles. A juzgar por la evolución de quienes más la defendieron, no parece la Ley de Medios una forma idónea para lograr ese objetivo sino más bien un desafío para los profesionales que laburamos en organizaciones que no nos pertenecen.

Y recordar, cada tanto, una vez al año, o al día, las sabias palabras de Manuel Vicent, en el trigésimo aniversario de El País de Madrid:

"En esta vida las personas se dividen en dos, en profesionales y en no profesionales. Y este principio rige tanto para asesinos como para poetas, pasando por los panaderos. He aquí otro aspecto de la fortaleza del periodismo. Al levantarse de la cama uno espera que la ducha no le abrase ni le congele, que el croasán del desayuno sea tierno y perfumado, que la calle haya sido barrida, que el conductor del autobús no dé bruscos frenazos, que el despacho esté ordenado, que el primer cliente acuda a la cita con puntualidad. Para que la vida transcurra con rigor y suavidad a cualquier hora del día, se necesita que unas personas hayan cumplido simplemente con su deber. No son héroes, sino ciudadanos corrientes que trabajan dentro de la normalidad. Detrás del café y el croasán que uno toma mientras lee el periódico hay un mundo de perfección.

Del mismo modo que el conductor del autobús, el panadero o el lechero son buenos profesionales, también las páginas de un periódico solvente han sido trabajadas por periodistas oscuros que no equivocan nunca los datos, que contrastan los hechos, que no buscan el escándalo por sí mismo, que no quieren derribar a ningún gobierno, que sólo sienten pasión por la información rigurosa, caiga quien caiga, que aman la libertad de expresión hasta allí donde empieza la vida privada intocable de cada individuo. Los héroes de este oficio son aquellos periodistas que dan noticias fidedignas, emiten comentarios inteligentes y ponderados, conscientes de que la moderación es la conquista más ardua del espíritu y a la vez el arma la más certera".

Qué frase esa, ¿no?

La moderación es la conquista más ardua del espíritu y a la vez el arma la más certera.

No apta para tontos.