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Quiénes y cuando

*Por por Daniel Salzano. Harrison: un guitarrista con la tristeza de un santo. Rodolfo Walsh. El tubo que conecta a la Iglesia Santa Catalina con el centro de la Tierra.

Harrison: un guitarrista con la tristeza de un santo

Bueno, hace una década que murió George Harrison y debe de haber pocos lectores que lo recuerden, porque pasó los últimos años de su vida recluido en una casa estilo Tudor a la que hizo clausurar puertas y ventanas.

Tras la muerte del cantante, la mansión salió a remate con una base de tres mil millones de libras esterlinas y la compró un árabe bigotón y mal humorado que, además, fue acumulando las guitarras que utilizó Harrison a lo largo de su carrera.

El papá de Harrison hacía changas los fines de semana cantando en casamientos y funerales. Siempre que George lo imitaba, los gomías de la banda se tiraban al suelo de risa. Era algo que hacía con las cejas. Pero lo suyo, evidentemente, no era joda sino música.

Hay un detalle en la biografía de Los Beatles que, más que describirlo, lo delata: antes de que el grupo comenzara a levantar la plata en pala, cada vez que se alojaban en un hotel (uno en cada habitación) no lograban dormirse si no se juntaban en el baño de la suite de Harrison. Ahí fumaban, componían y se divertían. Jamás llevaron a cabo estas sesiones entrañables en otro baño que no fuera el del chico.

Con el tiempo –consta en actas–, lo avergonzaba escuchar su propia voz, vacilante y grave. Por eso –tal vez– pasaba mucho tiempo callado. Y fumando. Al notarlo así, tan transparente, tan conciliador, tan amigazo, las células cancerígenas deben haber levantado campamento en sus pulmones y vivir a lo pashá, sabiendo que George, para ciertos temas era un tipo delicado.
Una vez, en Taormina, una adolescente se acercó a Marcello Mastroianni y le dijo:

–Señor Gassman, ¿sería tan amable de firmarme un autógrafo?
Y Mastroianni se lo firmó. Y cuando le preguntaron por qué lo había hecho, alzó los hombros y respondió:

–Para no desilusionarla.
Es probable que Harrison no haya querido desilusionar su enfermedad.
Murió a los 58 años, como un caballo que relincha en la inmensidad del siglo 20.
Si no hubiera muerto en un hospital de Londres, estoy seguro de que hubiese hecho saltar a Nueva York por los aires. Era el beatle menos gringo de los cuatro. Un guitarrista con la tristeza de un santo.

Con 10 años más a sus espaldas, George Harrison sigue siendo en los hechos un héroe desconocido. A veces se dejaba crecer la barba para quebrar el tedio o se iba a comprar el diario en bicicleta. Nadie advertía quién era y probablemente ni él mismo advirtiera quién había sido.

Harrison escribía canciones con el vuelto que le dejaban Lennon & McCartney y sus temas eran tan correctos como secos de vientre. Cantaba a su manera, con cuidado, y cuando terminaba de grabar les daba la mano a los músicos del estudio y al chico del café. Nada que pudiera delatarlo como uno de los cuatro músicos más amados de todos los tiempos.

Nació en Liverpool, claro, bajo el signo de Piscis, claro, y cuando Los Beatles –que todavía no eran Los Beatles– se reunían a ensayar en un garaje de Penny Lane, George llegaba antes que nadie y se iba al final, después de todos, pero nadie parecía tenerlo muy en cuenta porque, aunque tocaba la guitarra mejor que cualquiera, su misión dentro del grupo era ir al almacén de la esquina para comprar birra & pizza & fasos, a mí traeme una Maicena, a mí traeme uno de queso pero decile que le saque la corteza, y allá iba Harrison, sobrado de huesos y estrenando flequillo: sus autógrafos todavía no cotizaban en bolsa.

No hizo inversiones extrañas con el dinero que embolsó y eso le sirvió –entre otras cosas– para ir saldando las múltiples deudas que los Harrison iban dejando a su paso. No tenía ninguna obligación de hacerlo, pero él lo interpretaba como una cuestión de orgullo, de dignidad, justamente lo que el resto de los beatles no tenía, o no le interesaba.

John, cuando estaba en racha, se compraba un par de botas nuevas todas las semanas, Paul se gastaba el sueldo comprando anillos para las chicas y para las madres de las chicas y Ringo Starr era un bala perdida que al metegol te daba unos cinco tantos de ventaja.

Ninguno, salvo Harrison, se preocupó especialmente en mantener limpio el apellido. A nadie extrañó especialmente que George se enrollara con el mambo de la filosofía hindú y viajara tupido a la India en busca de directivas y consuelo.

Dios mío, lo que verdaderamente intento decir es que de los cuatro, sólo quedan dos, la mitad, y –estadísticamente, al menos– lo mismo debe estar sucediendo con nosotros: algunos hemos muerto al chocar con una Estanciera, otros por tener los riñones fuera de caja y los otros, los que quedan, pueden desaparecer en cualquier momento.
¿Vienes o qué, Paul? ¿Vienes o qué, Ringo?

Rodolfo Walsh

Walsh Rodolfo, fusilado hace 35 años por un pelotón de la Escuela Mecánica de la Armada, había nacido en Choele Choel, en una estancia a donde había ido a parar como capataz su señor padre, de quien siempre recordaría que sabía hablar con los caballos. Excepto él y su papá –creía–, nadie se llamaba Walsh en Río Negro.
Le salieron los dientes escuchando tangos porteños a través de una radio a kerosén y alcanzó el uso de la razón cuando terminó de leer Cosecha roja, la primera novela policial de Dashiell Hammett. No había escapatoria: de mayor sería escritor o detective.

Se convirtió al peronismo recién llegado a Buenos Aires y realizó aplicadamente todos los deberes que le impuso el partido: desde repartir panfletos hasta pulir su prosodia telegráfica escribiendo consignas de alquitrán en las paredes.

Entre tanto, cada vez que se presentaba a un concurso de cuentos, embolsaba el primer premio. Y lo mismo sucedió cuando se dedicó a la investigación periodística. Se dejaba crecer la barba y, con el cráneo abrigado por una gorra tejida por los indios de Choele Choel, recolectaba información de primera mano y después la convertía en libros extraordinarios. No se debería ejercer el periodismo en el país sin haber leído previamente Operación Masacre, ¿Quién mató a Rosendo? y El caso Satanowsky.

Años después, cuando Jorge Videla abulonó el alfil en la diagonal de la muerte de la Casa Rosada y cuando su expediente ya andaba por el segundo tomo en los archivos de los servicios de inteligencia, Walsh se volvió un ser absolutamente clandestino y patrióticamente desesperado.

El suyo fue un final a lo Hammett: antes de morir, alcanzó a depositar en un buzón su estremecedora "Carta abierta de un escritor a la junta militar".
En el archivo de La Voz hay una foto suya que impone respeto. Deben de ser los pelos de la nuca encrespados como rayos por el viento.

El tubo que conecta a la Iglesia Santa Catalina con el centro de la Tierra

Tomando un cafecito más bien flojo, asisto a la consagración de la primavera en el bar de 27 de Abril y Obispo Trejo, en el centro de la ciudad de Córdoba. A las 10 de la mañana, la vida no es mucho más que un capotón sobre la espalda de un chico que acaba de recibirse de abogado, un jardinero de mameluco anaranjado cuyo trabajo en los canteros se adivina más pesado que aburrido, un ramo de 100 rosas amurado al quiosco de flores de la esquina y, recortado contra el frontón de la Catedral, arrastrando el espadón, Jerónimo Luis de Cabrera interpreta una tragedia de gallegos.

Apoyo el oído contra la frontera de cristal que me separa de la calle y apenas si alcanzo a escuchar el murmullo que despide el tubo que conecta la sacristía de la iglesia Santa Catalina con el centro de la Tierra.

Vista desde el bar, Obispo Trejo es la metáfora cantada de un río transitado por miles de personas que, como las palabras, son infinitas. Adiós, adiós.

Los pájaros vacilan y discuten entre sí antes de optar por el cielo del oeste; hay parroquianos extasiados ante un televisor donde juegan los Lakers contra un equipo de Chicago, mientras un escuadrón de mendigos hace guardia esperando una lluvia de meteoros de pan con mortadela. Adiós, adiós.

El cajero, porque sí, pone un disco de llorar.

La primavera cordobesa es una estación de sentimientos, dulce y terrible, una estación en la cual las heridas no acaban nunca de cerrarse y, cuando el sargento primero dice a ver, muchachos, vamos todos a empujar, nadie se mueve. Ni siquiera el sargento primero.
Estoy a punto de caramelo para escribir una nota decente.

Aparto el pocillo, despliego una servilleta de papel y desenvaino la birome como hacía Cabrera con el espadón de las grandes ocasiones.

Vuelvo a mirar a través del cristal y no veo nada. La magia ha desaparecido.