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Que no me coma el cocodrilo

Por Hugo Caligaris* Cada vez es más difícil ser opositor. Los que hasta ayer parecían tan convencidos como nosotros ahora dicen: "sí, pero", "aunque pensándolo bien" y "ojo que yo no soy antinada" cada dos por tres, como si no fuera natural estar por principio y definitivamente en contra de la guerra, el sarampión, las manchas de humedad y las grasas trans.

¿Esos moderados que hoy brotan como hongos a la vera del camino se animarían a proclamar que no son antigrasas trans o que después de todo el sarampión tiene su lado bueno?

Seguramente no. ¿Cómo se explica entonces que cuando miramos al costado no veamos ya a quienes marchaban a nuestro lado hasta el día de ayer?

Esta sensación de soledad, ¿no la experimentan también ustedes? Repito: ¿no se sienten cada vez más solos?

¡Ea, amigos! ¿Por qué nadie responde?

Cada vez es más duro ser opositor. Y, sin embargo, diviso allá a lo lejos una silueta que se acerca. No todo está perdido: viene un refuerzo. Ya va llegando a nuestras filas. Se trata de un hombre de mediana edad, la barbita rala y en los ojos una expresión fiera. Parece estar dispuesto a todo. Pero... ¡oh, no, Dios del cielo! ¡Es Schoklender! Llueve sopa, y nosotros con el tenedor en la mano. Creíamos que el colmo de la humillación era pedir que nos votaran no por lo mucho que valemos sino para evitar que los bloques en el Congreso quedasen demasiado desparejos. ¡Y ahora esto!

No importa, hay que seguir firme en la brecha contra viento y marea. No hay que bajar los brazos, porque las ideas deben resistir coyunturas y malos vientos y también porque es bastante probable que en este preciso instante estemos siendo víctimas de un robo a mano armada, habida cuenta de la inseguridad imperante.

No bajemos los brazos. Todo pasa en política: nada es eterno. Lo mismo que ocurrió con aquel "¡A triunfar, a triunfar!" con que Menem solía terminar sus discursos ocurrirá con este Frente para la Victoria. Sólo es cuestión de resistir, de no bajar los brazos y de tener un poco de paciencia. A propósito: ¿cuántos años van ya? ¿Ocho? Bueno, no tiene nada de particular.

Menem estuvo casi diez. En términos de circunvoluciones astrales es apenas un simple abrir y cerrar de ojos.

Eso sí: después del esfuerzo sobrehumano que significa haber mantenido esta columna en pie durante las tres semanas de ausencia de su titular, necesito también mis propias vacaciones. ¿Adónde puedo ir? El Sur es un volcán. En Villa La Angostura es imposible respirar: está todo tapado de cenizas. La analogía política es demasiado evidente. Ni siquiera la nieve me haría poner la mente en blanco, que es en este momento lo que más necesito.

Las olas del mar tampoco son propicias, sobre todo después del 14 de agosto. No tengo ningunas ganas de ver tsunamis con el recuerdo todavía fresco de aquel insoportable escrutinio. Lo mismo vale para las Cataratas: temo que la Garganta del Diablo me recuerde el discurso de Cristina y Aníbal.

Hubiera podido elegir Córdoba, pero algo en los últimos giros de De la Sota hace que no termine de decidirme. Ni hablar de Santa Fe (¿qué demonios le está pasando a Binner?). Ir a San Luis me agota de sólo pensarlo: sería imposible descansar con los hermanos siguiéndome a todos lados y susurrándome al oído a cada paso: "¿Ha visto usted qué linda placita? Lo mismo podríamos hacer en el resto del país si nos votara".

Las áridas montañas del Norte tampoco son lo que preciso. En Salta y en Jujuy me vería turbado por el cercano aliento de Evo. Y lo peor serían los pingüinos de Punta Tombo, eso ni siquiera hace falta decirlo.

Busco un paisaje plano, húmedo y verde, pero que no sea la pampa húmeda, un lugar que no me haga montar en cólera cada vez que vea una planta de soja o amarillas mazorcas y Aberdeen Angus de exportación condicionada y restringida. No puede ser una laguna pequeña: debe tener extensión suficiente como para dar reparo a la angustia que colma mi existencia.

Sólo un sitio reúne todos estos requisitos. Allá voy: son los esteros del Iberá, un ecosistema subtropical con más de 20.000 kilómetros cuadrados de extensos humedales que al parecer hacen de la provincia de Corrientes una de las grandes reservas naturales del mundo. Como antikirchnerista declarado, iré a solidarizarme con otras especies amenazadas y en vías de extinción que encuentran cerca de la Colonia Pellegrini su refugio. Mi alma está con las vuestras, ciervos de los pantanos, venados de las pampas, nobles carpinchos, monos aulladores, aguará-guazús, lobitos de los ríos. Y con las de los pájaros que vuelan libremente aun sabiendo que son los últimos de su género: capuchinos, yetapás de collar, cardenales amarillos...

El único problema son los cocodrilos. "Bueno, cocodrilos no son. Son yacarés, bichos por lo demás bastante perezosos y tranquilos", me dicen los amigos. ¿Qué, no los han visto con la boca abierta? Por amigables que parezcan, los colmillos están en su lugar y tienen vastas mandíbulas como resortes de enorme precisión y filo. Espero que estén pensando en otra cosa. Yo sólo quiero descansar, y así lo haré, siempre que no me coma el cocodrilo.