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Mis papelones en el periodismo

Siempre he respetado a muchos colegas, ¿pero siempre fueron prolijos? Yo creo que si, pero aún se con mayor certeza que yo no.

Los periodistas a los que he llegado a respetar, ¿siempre habrán sido tan prolijos, tan profesionales? Creo que sí. Que ellos nunca fueron papeloneros. Y comprendo, con cierta languidez en mi estómago, por qué esta servidora jamás llegará a ningún estrellato.

Echo un vistazo sobre mi propia historia y lanzo un sollozo incontenible: formada en el gallinero de la Literatura, sólo la catástrofe de un brigadier loco que un buen día se hizo cargo de Córdoba, consiguió desplazarme de un destino donde hasta entonces reinaban Flaubert, Sartre, Oscar Wilde y otra recua de intrascendentes quienes jamás han sido la noticia nuestra de cada día. Así fue como me dieron una patada en el traste, de la gloriosa Universidad de Córdoba y terminé aterrizando años después en el sagrado sacerdocio del periodismo.

No fue un aterrizaje afortunado y cosas aún peores pueden decirse de mi estadía en él. Pero no van anegarme un punto a mi total favor: colegas notables, ¡sé que les gano sólo en una cosa! ¡Jamás han hecho tantos papelones como esta escriba!

Quemo I: Torre Nilsson y el carnaval de mi grabador

Una de mis primeras tareas en la redacción de aquel diario, al que entré como "volante", fue hacerle una entrevista a Torre Nilsson. ¡Vea qué sencillito! Lo que realmente no ayudaba era que nunca en mi vida había visto una sola de sus películas... En materia de cine me había quedado en las comedias de Doris Day y Rock Hudson, en la época en que ellos se amaban, yo lo amaba a él y él a un "mariner" pero eso se supo mucho tiempo después.

Sin arredrarme, elaboré un cuestionario vergonzoso. Comenzaba preguntando si se sentía realizado y concluía afirmando que era "una hermosa persona". A las tres de la tarde de un verano porteño insoportable arribé a sus oficinas Tan, pero tan rata era en ese entonces, que el grabador (prestado) tenía el tamaño de un piano de cola y funcionaba con dos carretes donde se enrollaba la cinta.

Del lugar sólo recuerdo una larga escalera, una larga espera y la aterradora cara de Torre Nilsson. Nunca sabré si no era para nada simpático o si se trataba de mis propios nervios que envolvían la cuestión en un halo de inquietud. Era evidente que el hombre tenía calor y que estaba profundamente molesto con algo que "todavía" no era yo. Se sentó detrás de un escritorio mientras yo comenzaba a preparar mi máquina, que más parecía un transmisor de la Primera Guerra Mundial. Mientras me concentraba en la operación, mi entrevistado, con voz hostil y ojos que no le alcanzaba a ver por los lentes, me explicó cuánto odiaba a los improvisados que iban a verlo sin conocer su obra (¿Notaría mi condición de bestia irredenta?) y completó sus reflexiones acotando que ese tipo de inescrupulosos llevaban preguntas idiotas que sólo le hacían perder el tiempo.

A esa altura, sabiéndome improvisada, inescrupulosa y deleznable cual un arácnido, oprimí un botón equivocado en mi maquinaria fatal, y en lugar de grabar ¡la máquina se volvió loca y comenzó a girar, tirando cinta por todo el escritorio! Ni un vagón de serpentinas de los viejos carnavales hubiese podido crear tal caos.

Torre Nilsson manoteaba tratando de despejar sus anteojos. Yo caminaba en cuatro patas tratando de encontrar una punta de la maldita cinta, para empezarla a enrollar. Todavía debajo del escritorio, contemplando "têtê a têtê" los calcetines de mi entrevistado, evalué con seriedad qué me convenía hacer. ¿Fingir un desmayo? Mmmmm, él no parecía el tipo de socorrer damas hipocondríacas. ¿Arrojarme de cabeza por la ventana, o decirle la verdad y esperar a que me tirara él solito?

De pronto, ¡el milagro! Torre Nilsson comenzó a hablar sobre cine, sus películas, sus proyectos, sus anécdotas. De pronto la máquina se puso a funcionar y como él ya estaba enganchado me limité a escuchar con devoción, mientras el reportaje se transformaba en un monólogo que, de cualquier manera, ¡me iban a pagar!