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La violencia instalada en el fútbol

La inserción de los barrabravas como fuerza mafiosa y la cultura de la violencia por parte de jugadores, espectadores y policías tornan harto dificultosa su erradicación de los campos de juego.

Cuando se produce una tragedia en el mundo del fútbol, como la del domingo último en las proximidades del estadio de Vélez Sársfield, en la Capital Federal, se clama por adoptar la experiencia de Gran Bretaña, que logró dominar a los hooligans y desterrar la violencia. También se exige un mayor respeto por parte de la Policía que reprime esos hechos.

La metodología de Margaret Thatcher pudo ser imitada con éxito en distintas regiones del mundo. Pero en nuestro país estaría condenada al fracaso. Por una razón muy simple. El holandés Otto Adang, el mayor experto en seguridad en espectáculos deportivos, fue invitado a estudiar medidas similares en la Argentina, pero necesitó menos de una semana para convencerse de que aquí es imposible luchar contra la violencia dentro y fuera de los estadios.

Los salvajes hinchas británicos eran grupos aislados. En la Argentina, forman organizaciones mafiosas que han logrado una profunda inserción en los clubes, con vínculos con la política, el gremialismo y el narcotráfico.

Sus mayores hazañas fueron su intervención como vanguardia de las movilizaciones populares en la Capital Federal y el conurbano bonaerense, que causaron las dimisiones de los presidentes Raúl Alfonsín y Fernando de la Rúa. Los "barras" de Chacarita Juniors protagonizaron un episodio único en la historia política: violencia mediante, el 2 de marzo de 2003 lograron anular las elecciones en Catamarca. Rafael Di Zeo, que perdió la jefatura de la banda de Boca Juniors tras algunos años en prisión, se jactaba de haber logrado la destitución del juez federal Mariano Bergés, quien en 2005 se hizo famoso por "parar" el fútbol durante varias semanas.

Pero no se trata sólo de desterrar a estos grupos tan minúsculos como poderosos en el fútbol. La violencia forma parte también de la actitud con que los jugadores enfrentan las decisiones de los árbitros, de los hinchas que reaccionan en función del resultado de su equipo favorito y de otros actores (dirigentes, funcionarios, cúpulas policiales, periodistas). Por caso, los partidarios de San Lorenzo, al conocer la detención policial de Ramón Aramayo, que finalmente murió en un confuso episodio, comenzaron a destrozar instalaciones del estadio de Vélez Sársfield.

Otra violenta demostración la protagonizaron los jugadores del club Juventud Católica de Río Segundo, quienes agredieron de manera cobarde al árbitro del partido que protagonizaban con Sportivo de Laguna Larga.

Se requiere, entonces, mucho más que buenas intenciones para desterrar de violencia de la principal manifestación deportiva de los argentinos. Se requiere ser autores de una cultura que alcance a todos los actores, con leyes severas y penas no redimibles por influencia política o gremial alguna, para que el juego sea sólo eso y no una invitación al campo de la muerte posible.