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La otra mirada

* Por Félix V. Lonigro. Con el desarrollo del reciente acto eleccionario, la Argentina dio otro paso en la consolidación de la etapa iniciada el 10 de diciembre de 1983, que es la más prolongada en nuestra historia, en cuanto a la vigencia de un sistema democrático real, en el cual la voluntad popular, sin engaños ni fraudes, es la que prevalece a la hora de elegir a nuestros representantes.

El domingo 23 de Octubre los argentinos concurrimos por vigésima novena vez a elegir, voto mediante, a un presidente y vicepresidente. Cristina Fernández se convertirá, el próximo 10 de diciembre, en la mandataria nº 39 en ocupar la más alta magistratura -sin contar, claro está, a los presidentes de facto-, e iniciará el séptimo período presidencial desde el retorno a la democracia. Todo un acontecimiento si se tiene en cuenta que, en el período 1930-1983, pasaron cincuenta y tres años en los cuales se iniciaron apenas ocho períodos presidenciales, y se concluyeron sólo dos (Agustín P. Justo entre 1932 y 1938 y Juan D. Perón en el período 1946-1952).

Para quienes están cívicamente instruidos, haber sumergido el voto en una urna no tuvo la exclusiva finalidad de elegir a un gobernante, sino poner un grano de arena en el sostenimiento de la Constitución y en la consolidación del sistema democrático, cuya única vertiente posible es la representativa, que no sería viable sin el instrumento que le permite a los gobernados transferir a los gobernantes el poder político del que son titulares: el sufragio.

Por eso resulta inexplicable que algunos hayan desperdiciado la oportunidad no concurriendo al acto electoral, emitiendo un voto en blanco o provocando su nulidad. Manifestar la disconformidad con los candidatos o gobernantes, utilizando este tipo de herramientas, es no comprender el objetivo esencial del acto electoral, que va mucho más allá de la simple designación de autoridades.

Precisamente, para que la democracia no se fortalezca sólo en apariencia, es indispensable trabajar en el desarrollo de la educación cívica, cuyo déficit impide que el sistema se consolide sobre bases sólidas. Un pueblo cívicamente educado no sólo entiende la importancia del voto, sino que además es consciente del significado de la Constitución Nacional como ley rectora de la conducta de los gobernantes, a la cual éstos deben ajustar su accionar cada día.

No es casual que no se haya escuchado a ningún candidato hablar de la Constitución Nacional, que nadie haya prometido acatarla celosamente, que nadie la haya utilizado como bandera de campaña. Por el contrario, sólo parecen acordarse de ella cuando se piensa en la reelección y aparece el deseo de reformarla para quitar ese cepo fantástico que impide la perpetuación en el poder de quienes lo ejercen para conducir los destinos de un país.

Tal vez sea necesario dejar pasar unos días, para que la euforia post electoral se disipe y los ánimos se aplaquen; pero luego, en el reposo y la normalidad de la democracia de origen instalada, volverá a presentarse la oportunidad de reflexionar acerca de las cuestiones más profundas, que se vinculan con el funcionamiento del sistema, de la república, de las instituciones, y con el apego al cumplimiento estricto de nuestra ley suprema, cuyo día de conmemoración, el 1º de mayo de cada año, no tiene siquiera un lugar en el calendario de diecisiete feriados que rige en nuestro país -pero que sí incluye días turísticos, de carnavales, de la memoria, de la diversidad cultural, entre otros-, y cuyo principal redactor, José Benjamín Gorostiaga, es un ignoto desconocido para el noventa por ciento de los argentinos.