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La costumbre de la violencia

* Rodolfo Terragno. La batalla de Soldati fue la amplificación de hechos que se han ido eslabonando. La sociedad y la política necesitan moderación. El Gobierno no puede creer que el disenso es complot. Ni la oposición, negar valor a toda iniciativa oficial.

Cuando la ofensa sustituye al diálogo, se frustran los acuerdos políticos mínimos. Y, a falta de tales acuerdos, la Argentina nunca será el país que queremos.

La sociedad necesita moderación, que no es una planta silvestre. Hay que cultivarla. Hoy nos invade la maleza del insulto . Es delicado que, desde las alturas del Estado, se adjudique todo disenso a un complot.

O que, en la arena política, se niegue valor a cualquier iniciativa oficial.

La intolerancia aviva sentimientos malsanos. La violencia verbal termina en violencia física . La sociedad, espectadora de ese nefasto espectáculo, primero se conmueve y luego se habitúa. A menudo, termina contagiándose de la intolerancia y conviviendo con la violencia.
La batalla de Villa Soldati fue la amplificación de hechos que se han ido eslabonando.

No es una visión retrospectiva o exagerada. Me remito a lo que escribí hace cuatro años en la revista Debate , luego de que la democracia tuviera su primer desaparecido, Jorge Julio López: "Nos hemos acostumbrado a la violencia cotidiana. Una estación destruida, porque el tren llegó tarde. Vidrieras marplatenses hechas trizas. Barras bravas aporreándose en la tribuna. Piqueteros encapuchados".

Meses después, durante el traslado de los restos de Juan Domingo Perón a San Vicente, un sindicalista disparó un Bersa 9 milímetros contra un grupo. Un ex juez dijo que lo había hecho "para evitar una masacre".

El acostumbramiento torna normal lo anormal; aceptable lo inadmisible; apenas inaudito lo aberrante. Como resultado, va provocándose una amnesia social .

Los actos de violencia se olvidan. Sin embargo, se concatenan. En cada ocasión, todos nos ponemos a descubrir culpables e instigadores, y siempre los hay. Pero no advertimos que, lejos de estar frente a un hecho aislado, sufrimos las consecuencias de una violencia que fluye.

En aquel artículo de Debate reclamé de los gobernantes -empezando por el Jefe de Estado- una actitud balsámica. Sin temor a aparentar candidez, sostuve que, desde el poder, debía llegar "un mensaje ecuménico y fraterno". Eso, sin perjuicio de aplicar la ley penal cuando correspondiera.
Aquel mensaje no llegó nunca.

La política se ha encargado de avivar más de un fuego.

Gran parte de los gobernantes (y de los opositores) suele evaluar, frente a una desgracia como la de Villa Soldati, a quién "favorece" y a quién "perjudica" el infortunio.

Como si el perjuicio no fuera común.

Hay quienes creen que el pacifismo es un signo de ingenuidad política. O una forma de asegurar el status quo.

Hubo, en el siglo XX, alguien que demostró -sin ingenuidad- que el pacifismo puede terminar con la dominación y la injusticia social. Se llamó Mohandas Karamchand Gandhi. Fue, sin duda, una "gran alma": Mahatma, en sánscrito.

En 1948, durante un rezo vespertino, un hindú de ultraderecha, Nathuram Godse, le disparó a quemarropa con un pistola semiautomática Beretta 38. La violencia pareció imponerse a la no violencia. Sin embargo, de la lucha de Ghandi surgió la India independiente.

No sólo eso: los shudrá, los parias y los mlecha -las castas más baja y más despreciadas- encontraron su reivindicación.

Aquel nacionalista, que predicó la concordia y logró la independencia de su país, también era -en el mejor sentido de la palabra- progresista. Defendía la igualdad y la justicia.