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En Nueva York, donde la muerte mostró su rostro, la memoria

Hace calor en Nueva York. Ha llegado el verano y el sol golpea con fuerzas en todas partes. Hace pocas horas dejé el invierno argentino para participar de una reunión en Naciones Unidas, pero desde antes de subir al avión, desde mucho antes, había decidido que al llegar a esta ciudad que parece infinita rendiría tributo y memoria a quienes en esta misma ciudad, hace dos años, la violencia terrorista les quitó la vida.

Entonces camino y busco, en medio de esta jungla urbana, el sitio exacto donde hace casi dos años, una camioneta Saipov conducida por un fundamentalista, atropelló a un grupo de amigos que luego de años volvían a reunirse luego de tres décadas, con el único objetivo de celebrar el milagro de la amistad y de la vida. Cinco de ellos murieron en el acto, sin siquiera entender lo que les estaba sucediendo, sin tener conciencia de que habían sido elegidos como blanco móvil de una guerra alucinada de la que ellos no eran, ni por lejos, combatientes. Diego Angelini, Ariel Erlij, Hernan Ferruchi, Alejandro Pagnuco y Hernan Mendoza cerraron sus ojos por última vez ese 31 de octubre de 2017 y el cielo de Manhattan fue testigo de esa alucinada tragedia que inmediatamente se transformó en una oscura noche que cubrió el lejano cielo de su ciudad, Rosario, donde habían nacido y forjado sus vidas.

Estoy aquí, en el sitio donde ocurrió aquella masacre, en el sitio exacto donde alguien, arbitrariamente, decidió que esas vidas debían ser arrancadas de este mundo. La ciudad bulle alrededor de este lugar, la vida continua en las avenidas y en las veredas aledañas mientras mis ojos miran el sitio donde un sencillo cartel advierte que allí, hace dos años, la muerte mostró su rostro.

Cierro los ojos y me pregunto por ellos, por sus vidas que ya no están, por sus familias que nunca volverán a ser las mismas, por sus padres, por sus esposas, por sus hijos que acaso nunca alcanzarán a explicarse cómo fue posible que ello ocurriera. Cierro los ojos y pienso que no lejos de este lugar, a pocas cuadras, hace ahora casi 20 años, miles de familias también fueron diezmadas por la barbarie homicida y me pregunto cuántas veces los seres humanos nos hemos prometido no consentir la barbarie y cuantas veces ella ha vuelto a mostrar su rostro.

Estoy aquí, en Manhattan, y mi pensamiento me lleva hasta la esquina rosarina donde las mujeres de estos muertos construyeron un mural en su memoria, sobre las paredes mismas de la escuela donde ellos desarrollaron sus estudios, cerca de las aulas donde de adolescentes soñaban e imaginaban el porvenir. Pienso en lo frágil de la vida humana, en el modo en el que el terrorismo, de cualquier signo, se ensaña siempre con el cuerpo de los más débiles.

Pienso también que estos cinco amigos que aquí encontraron la muerte son un eslabón de la inmensa cadena de víctimas de la intolerancia que sabe desplegar su fuerza homicida donde sea, esta vez fue Nuevo York, pero antes fue Milán, y antes París, Londres, Estambul y antes Buenos Aires y antes y ahora tantas ciudades del mundo donde la gente, toda por igual, solo pide vivir en paz, tranquila, sin acechanzas.

El sol golpea fuerte este mediodía de Nueva York. Doy unos pasos en derredor, respiro hondo y entonces me inclino sobre el pequeño espacio memorial para dejar allí unas flores. Quisiera que esas flores no se marchiten, que sean eternas como eterno debiera ser el recuerdo de estos amigos que aquí encontraron la muerte. Pero sé que pasarán las horas, que caerá la lluvia, que soplará el viento y estas flores sencillas serán puro polvo y olvido.

Entonces elevo una plegaria silenciosa, íntima, imaginando que mi voz llega a los oídos de todos los dioses del mundo, a ninguno en particular, y en esa plegaria pido, en mi lengua española, en la misma lengua que estos amigos hablaban y compartían, que el olvido no sea posible, que la memoria sea fuerte y poderosa y que estas vidas arrebatadas no sean en vano, sino que nos inspiren y nos den impulso para trabajar sin descanso por el fin de la intolerancia, por el fin de los fanatismos.

Y también por un mundo donde la paz y la convivencia sean realmente posibles, un mundo donde haya lugar para todos, absolutamente para todos, y donde nadie se crea con derecho alguno a arrebatarle la vida a nadie.

Por Guillermo Whpei