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El triste final la Quinta Rocca, de una de las mansiones más lujosas del conurbano

Emplazada en Burzaco, llegó a tener decenas de empleados e innumerables lujos; por crisis y robos, estuvo más de 10 años abandonada. 


Resguardada por un bosque de 13 hectáreas se erige desde hace 100 años la casona Rocca, en la localidad bonaerense de Burzaco. La quinta conoció una época de esplendor, cuando decenas de empleados estaban dedicados a su mantenimiento y al servicio de una familia que pasaba allí largas temporadas de verano. Pero, por diversas crisis, la mansión se fue deteriorando y durante más de 10 años estuvo prácticamente abandonada.

Con tejas y ventanas rotas, y a merced de rateros que se robaron picaportes de bronce, tubos de plomo de las paredes y hasta los balaustres de la escalera de madera, el chalet muestra signos de desolación. “Cuando vi como estaba, me hizo muy mal. Era una casa muy lujosa”, recuerda María Julia Rossignoli, la última propietaria de la casa y nieta de Luisa Rocca, quien construyó la mansión.

En diálogo con La Nación, la mujer de 83 años aclara que “la quinta siempre se usó para veraneo”. La propiedad perteneció a su familia por más de 85 años, hasta que decidió venderla al municipio de Almirante Brown.
Mansión


En la actualidad, la quinta está cedida para la construcción de la Universidad Nacional Guillermo Brown.

El casco histórico está ubicado en la avenida Espora al 4300, en un predio de 13 hectáreas que incluye caminos construidos para contemplar un parque, cientos de árboles y plantas, un molino, un patio español con piso de lajas y fuente de mármol de carrara, un horno de barro, una laguna artificial, una pérgola y una pileta de 33 por 11 metros construida en mármol. Posee también más de una docena de habitaciones distribuidas en tres plantas (subsuelo, dos plantas y un entrepiso), siete baños y un campanario de 20 metros de altura.

La Quinta Rocca, como es popularmente conocida, fue testigo de una época de esplendor y disfrutada por cuatro generaciones de una misma familia, hasta que el paso del tiempo y las crisis consagraron su abandono.

Si bien se cree que la casa fue construida por el matrimonio de Manuel Rocca y Luisa Rocca, quienes compartían apellido, pero no eran parientes, en verdad el patriarca había fallecido más de 10 años antes de su edificación, y la casa fue cimentada bajo un pretexto médico.

“Fue construida para mi madre, María Concepción, cuando tenía 22 años, porque creían que tenía tuberculosis. En ese entonces le dijeron que necesitaba tomar ‘aire puro’, algo que recomendaban en la época”, aclara María Julia. La casona fue erigida en los primeros años de la década de 1920 y fue Luisa Rocca, una mujer viuda que tenía ocho hijos, quien se hizo cargo de la construcción, con el objetivo de que su hija pudiera mejorar de salud.

La zona se eligió porque estaba en plena “soledad” y los arquitectos encargados de la construcción fueron Edmundo Faverio y Abelardo Falomir.

Luisa y sus hijos vivían en una casa sobre la calle Córdoba 2445, donde actualmente hay una sede de la Universidad Nacional de las Artes (UNA). “Mi abuela era hija de inmigrantes genoveses, y no tenía nada. Mi abuelo era genovés y vino a la Argentina, donde se dedicó a comprar tierras y casas”, indica María Julia en referencia a la riqueza de sus antepasados.

Mansión

Además de esas propiedades, eran dueños de varios terrenos en la ciudad de Buenos Aires. “Casi todo Floresta era de mi abuelo”, describe la mujer y revela que, tras la muerte del hombre, su abuela donó un hospital para madres con tuberculosis, que luego se llamó “Preventorio Rocca”.

Un chalet en medio del campo

El parque cuenta con un entorno paisajístico densamente poblado con una rica variedad de especies como álamos, pinos y eucaliptos, que fueron plantados por la familia Rocca. “La conchilla de los caminos la trajeron de Magdalena”, señala María Julia. Ningún detalle se les escapó a los constructores y decoradores, quienes no escatimaron en lujos, muebles ni diseño.

La mansión mide 1000 metros cuadrados y en el primer piso tiene 11 habitaciones con cuatro baños. El entrepiso, en el ala sur de la edificación, fue pensado para los empleados de servicio e incluye cuatro habitaciones con un baño.

La entrada principal es a través de una puerta de madera de doble hoja, aunque también se puede ingresar por el ala norte.

“Todo era boiserie y todo el mundo se quedaba admirando el techo del comedor. Era bárbara”, rememora María Julia. El revestimiento de roble lustrado aún persiste. Además, los ventanales están confeccionados con vitraux y heráldicas y hay dos hogares en la planta baja. Algunas habitaciones tienen piso de madera de roble y otras, mosaico granítico.

Desde la sala de entrada se ve una imponente escalera de madera, aunque también está equipado con un ascensor que fue instalado en 1946 para Luisa, debido a que a la mujer le costaba subir por las escaleras.

La casa no tenía conexión de gas ni de agua. Por eso, utilizaban garrafa y para el agua, tenían su propio molino. La casa, además, tiene un gran sótano, que históricamente era utilizado como depósito.

Según explica Oscar De Masi, abogado e historiador especializado en el patrimonio monumental, por su escala y gestualidad, se trata de una mansión que transita entre los “anacronismos tardovictorianos y normandos, y la vanguardia eduardiana y neotudor”. Para el experto, tanto su parque como su edificación “responden al lenguaje pintoresquista de referencias preponderantes británicas, aunque con toques de marcado eclecticismo”.

En este sentido, De Masi enumera “la presencia de elementos italianizantes como pérgolas y pórticos clasicistas en la fachada y, en el jardín posterior, los restos de un patio del tipo español con su piscina de contornos lobulados”. Para el especialista, la Quinta Rocca es “uno de los pocos testimonios, en esa zona, de los gustos arquitectónicos de la época y sus modos constructivos en semejante escala”.

Mansión

“Un batallón” de empleados

Durante la “edad de oro” de la casona, la familia daba empleo a varias decenas de personas. “Cuando estaba mi abuela era un batallón y había muchísima gente”, destaca María Julia.

Y enumera: “Teníamos casero, cocinera, mi abuela tenía a su mucama, había servicio de comedor y nosotros teníamos niñera de la vivienda. Todos ellos dormían en la casa principal. Había alrededor de 10 personas de servicio doméstico, además de los peones, que cortaban a guadaña el pasto”.

Los capataces y peones vivían en una casa que había en el fondo de la propiedad. Allí también habitaba el chofer de la familia. “Eran épocas de ‘lujo’”, precisa María Julia.

A lo largo de los años, tanto los tíos como los primos de María Julia pasaban temporadas en la quinta. “El momento de auge y lujo fue cuando era chica y durante mi juventud”, detalla.

Cuando Luisa, la matriarca, falleció, en 1948, el terreno se dividió entre los ocho hermanos y el casco histórico quedó para Concepción. “A mi mamá le gustaba mucho estar allá, le encantaban las plantas y los pájaros y se quedaba varios días”, recuerda María Julia, quien agrega que ella también iba junto a sus hijos y se quedaba en el chalet hasta terminado el verano.

“También estaban las fiestas de Navidad y Año Nuevo, cuando aparecían todos los hermanos de mi mamá. La mesa del comedor llegaba de punta a punta y estaba llena de gente. Me acuerdo que tirábamos cañitas voladoras”. Por esas vivencias, María Julia considera que nunca podría pasar una festividad sin su familia. “Siempre hemos estado muy unidos”.

Todos los parientes se reunían para las fechas de verano y pasaban la temporada en Burzaco.

“Nos quedábamos eternamente felices de la vida”, rememora María Julia y recuerda las noches en las que recorría junto a su familia los caminos de la quinta o cuando se instalaban en el balcón bajo las estrellas, para disfrutar del aire de verano. “Era tremendo, nos quedamos toda la noche en la terraza charlando tranquilos”.

Una de las actividades, además de los nados en la pileta, eran los paseos en el bote de madera por la laguna artificial que estaba en el parque delantero de la casona. La mujer agrega que en el estanque tenían carpas que incluso pescaban y comían, y que en el “jardín sevillano”, donde hay una fuente, la familia había colocado peces de la familia de las pirañas, a los que alimentaban con carne.

Durante las estadías allí, también subían al campanario. “Estaba lleno de lechuzas. Cuando íbamos de noche era un concierto. Desde ahí arriba, cuando los árboles todavía eran bajitos, se podía ver la cúpula del Congreso de la Nación”.

El declive

“Después vinieron las crisis y estaba el tema de la inseguridad”, sostiene María Julia y plantea que, con la llegada de las maquinarias, de a poco fue eliminando puestos de trabajo.

“También nosotros nos empezamos a dedicar a las tareas. Recuerdo cortar el pasto con la máquina a nafta adelante y con la máquina a caballo en las extensiones grandes”.

Además, a pesar del lujo, la casa estaba pensada para el verano y no tenía las comodidades para transitar el invierno, por lo que la vivencia en esa época del año era más difícil. “No había calefacción, más allá de las chimeneas a leña grandes de la planta baja. Era una casa helada con techos altos”, enfatiza.

Con el paso de los años, Concepción decidió instalarse en la casona y junto a uno de sus hijos, hasta que falleció, en 1989. Tras su muerte, el enorme chalet quedó como vivienda para Charly, quien se convirtió en su único habitante por 17 años más, hasta que él también murió. Ya no había caseros, ni empleados, y el resto de los familiares rara vez pasaba temporadas de verano en la casona.

La quinta ya no era lo que había sido. “Ya no la disfrutábamos. Nadie iba, porque el resto de los hermanos teníamos casas propias con jardines y piletas”, recuerda María Julia.

Además, los propietarios no podían construir otras edificaciones en el terreno debido a que era considerado “pulmón” por el municipio, algo que tal vez podría haberles permitido invertir en la quinta.

Durante esos años, comenzaron también las goteras y la mansión se hizo cada vez más imposible de mantener, debido a que el presupuesto era muy elevado. “Además, no encontrábamos personas para arreglar las cosas, nadie quería treparse al techo porque eran muy altos, o si se caía el pararrayos, nadie lo podía volver a colocar”, confiesa María Julia.

Instalado solo en la casona, Charly sufrió tres entraderas violentas, en las que fue golpeado. “Durante mi época jamás tuvimos miedo estando ahí. Después yo ya pensaba en cómo estaba mi hermano”, remarca María Julia.

También estaban los rateros. “Una noche desaparecieron los angelitos de la fuente y otra vez los dos faroles franceses que teníamos en la escalinata”, describe la mujer y argumenta: “Todo eso llevó a venderla”.

Charly murió en 2006 y el resto de la familia se puso de acuerdo para deshacerse de la mansión. “Yo sabía que la quinta se iba a vender después de que se muriera mi hermano”, admite la mujer.

El paso a manos públicas

La familia Rossignoli puso a la venta el predio y en 2007, según la Agencia Universitaria de Noticias, el municipio de Almirante Brown anunció la adquisición de la casona, valuada en 3,5 millones de pesos. La compra se hizo a través de aportes del Gobierno nacional y de la municipalidad, con el objetivo de erigir una universidad. Más tarde, el municipio aportó el predio a la Universidad Nacional Guillermo Brown para construir allí su sede y cedió el terreno en comodato.

Sobre el estado de la propiedad en los últimos años, María Julia cuenta que llegó a ver videos e imágenes del interior: “Era un horror. Me sentí muy mal”, se sincera al evocar los “momentos de gloria”.

No solo el interior, al que no se le realizaron las inversiones suficientes, sino también el parque estaba venido abajo. En varias ocasiones se debieron realizar tareas de poda y mantenimiento fuertes, dado que las malezas impedían circular. Incluso, la pileta, que estaba con agua estancada debido a que no era mantenida, era un lugar peligroso en el que murieron varios perros. De hecho, cuando se logró vaciar, encontraron una decena de cuerpos de estos animales y una anguila.

Finalmente, el mes pasado se adjudicaron las obras para iniciar en agosto la construcción de un edificio para aulas universitarias en el jardín de la quinta, con una inversión de 250 millones de pesos.

Desde la Universidad Nacional Guillermo Brown explicaron que también se comenzaron las tareas de relevamiento de la caracterización arquitectónica con el objetivo de recuperar y refuncionalizar la casona, que será la sede del rectorado.

Extraído de La Nación

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