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El horror mexicano

Las autoridades mexicanas siempre han subrayado que al menos el 90% de los más de 60.000 muertos que ya ha arrojado la guerra...

... declarada en el 2006 por el presidente Felipe Calderón contra los narcotraficantes fueron delincuentes asesinados, con ferocidad inenarrable, por integrantes de bandas rivales, dando a entender así que se trata de algo que no afecta al grueso de la población, pero existe un límite a la violencia que cualquier sociedad puede tolerar sin caer en la barbarie generalizada.

Por mucho que se esfuerce la mayoría de los mexicanos por convencerse de que les es ajeno el salvajismo de Los Zetas y otros cárteles de la droga, por ser cuestión de disputas entre organizaciones criminales, les está resultando cada vez más difícil convivir con el horror. Pocos días pasan sin que se encuentren decenas de cadáveres brutalmente mutilados, como sucedió el sábado pasado en el relativamente próspero estado norteño de Nuevo León, cuando la Policía descubrió una cincuentena, todos decapitados y con las manos y pies cercenados. En México, tales matanzas ya son tan rutinarias como son los atentados terroristas igualmente sanguinarios en ciertos países del Oriente Medio.

De tratarse de crímenes perpetrados por agrupaciones politizadas, sería por lo menos concebible pensar en una eventual solución negociada, pero en el caso de los cárteles dicha alternativa no existe. Un pacto de no agresión, por llamarlo así, con Los Zetas y las bandas rivales o coyunturalmente aliadas, como el Cártel del Golfo y el de Sinaloa, sería peor, mucho peor, que inútil, ya que supondría resignarse a regresar al medioevo. Por lo demás, ya parece demasiado tarde para intentar otra alternativa, la supuesta por la legalización de la droga, porque los cárteles se han diversificado para transformarse en conglomerados que, además de vender narcóticos al según parece insaciable mercado norteamericano, se dedican a secuestrar, extorsionar, manejar redes de prostitución, traficar inmigrantes procedentes de América Central, colaborar con grupos terroristas de otras partes del mundo y participar del juego y otras actividades que siempre han tentado a los delincuentes. Asimismo, cuentan con la colaboración de una cantidad creciente de políticos corruptos y empresarios inescrupulosos.

Al optar por ordenar al Ejército encargarse de la lucha contra los narcotraficantes, el presidente Calderón reconoció que se trataba de un fenómeno que en cierto modo es equiparable con el terrorismo. Por cierto, no cabe duda de que en su país el crimen organizado plantea una mayor amenaza a la convivencia democrática civilizada que cualquier movimiento extremista. Por lo demás, a menos que lo derrote, a través de políticos sumisos las mafias de la droga serían capaces de apoderarse del mismísimo Estado, reeditando de tal manera lo que ya ha ocurrido en países sin instituciones como Somalia, lo que tendría consecuencias terribles para millones de personas que sólo quieren vivir en paz.

Es comprensible que muchos mexicanos hayan llegado a la conclusión de que la guerra anunciada por Calderón seis años atrás ha resultado ser contraproducente y que por lo tanto es preciso adoptar una estrategia diferente, pero dadas las circunstancias no es del todo fácil pensar en una forma mejor de combatir el crimen organizado.

Tampoco lo es pasar por alto la incidencia del escalofriante drama mexicano en la relación con Estados Unidos, donde la necesidad evidente de mantener a raya a los narcotraficantes ha perjudicado enormemente a la gran comunidad hispana al brindar a los contrarios a la inmigración un pretexto legítimo para exigir controles mucho más severos que los existentes, puesto que, como señalan los nacionalistas, entre los muchos que huyen de la violencia en su país natal se encuentran pandilleros deseosos de aprovechar las oportunidades para lucrar que tanto abundan en el mercado más rico del planeta.

Aunque hasta ahora los norteamericanos se han mostrado más interesados en impedir que la anarquía mexicana se extienda a las zonas fronterizas de su propio país que en arriesgarse interviniendo directamente, de agravarse mucho más la situación podrían sentirse obligados a tomar medidas más contundentes, lo que, desde luego, haría aún más tirante la relación de Estados Unidos con América Latina.