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Economía, inflación y corrupción

*Por Graciela Villata. Es imposible negar el efecto nefasto para el erario público y para la calidad de vida que generan los gastos superfluos o las obras no prioritarias.

La corrupción en los sistemas políticos es causa relevante en los procesos inflacionarios, germen destructivo de las economías, de la inequitativa distribución de la riqueza, de la pobreza estructural y de todo cuanto esto conlleva.

Quienes nos gobiernan no han adoptado medidas conducentes a terminar con la inflación como flagelo, definida comúnmente como el impuesto que tributan los más pobres, ya que afecta a quienes menos tienen.

Este tsunami social, en gran medida, nace en los hechos de corrupción que se esconden en muchos actos de gobierno. Entre nosotros, la transparencia es sólo un gesto discursivo, por cuanto en la administración del Estado provincial la falta de transparencia en las adjudicaciones de las licitaciones convocadas a modo de feria de platos, los sobreprecios de la obra pública concedida a amigos o empresas afines, son moneda corriente, tanto como la diaria administración y asignación de recursos en el municipio de la ciudad de Córdoba.

Argentina integra, lamentablemente, el lote de vanguardia entre los países con prácticas corruptas, por lo que en aguas tan poco claras, las administraciones provincial y de la ciudad no son casos insulares sino partes integrantes de un todo que ha padecido repetidos fracasos y derrumbes gubernamentales, siempre con el mismo origen.

La única fórmula. La única y exitosa fórmula para controlar y erradicar la inflación es el cambio de las prácticas administrativas, implantando un nuevo sistema político basado en la honestidad y la transparencia como discurso y como regla de juego, recuperando los valores de los cuales no deberíamos habernos apartado jamás.

La eliminación de la habitual costumbre de decir en la tribuna lo que luego no se practica en el gobierno pondrá fin a una coparticipación federal viciada por favoritismos políticos, a la regresiva distribución del ingreso, a las adjudicaciones y los sobreprecios en obras públicas signadas por efectos demagógicos y no por las verdaderas necesidades de la población, todo como consecuencia del accionar de una elite dirigencial. Ésta transformó a los partidos políticos en feudos, perpetuándose con repetidos mandatos, atentatorios de las prácticas democráticas republicanas y campo orégano para la corrupción y su consecuencia más gravosa: la inflación.

Esta realidad no admite discusiones. Es imposible negar el efecto nefasto que para el erario público y, como consecuencia directa, para la calidad de vida de los ciudadanos generan los gastos superfluos o la realización de obras no prioritarias, como la construcción del Centro Cívico y la consecuente demolición de la Casa de las Tejas. Este desliz fatal es tan pernicioso como los onerosos desagües de barrio Iponá, cotizados al doble de su valor.

Si se gasta mucho y se compra mal, los más necesitados de la población, en particular, pero la sociedad como efecto inevitable, pagan las consecuencias soportando –por caso– que se excluya de manera injusta del Paicor a menores de hogares de ingresos insuficientes o se inicie de modo tardío el período escolar.

La inminencia de los actos electorales que consagrarán las futuras autoridades de todos los órdenes genera un ámbito de debate que debe ser tomado por la ciudadanía con madurez y alto compromiso para su cumplimiento efectivo.

Ese ámbito obliga, a quienes pretenden encaramarse en funciones de responsabilidad en todos los niveles del Estado, a ser claros y precisos en sus propuestas. Exigir probidad, poniéndole fin al nocivo tándem inflación/corrupción, diferenciará a unos de otros.