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Crítica: "La casa de Bernarda Alba"

Nueve actrices bajo la dirección de José María Muscari, un especialista en elencos corales femeninos que se atrevió a hacer un Lorca, y salió airoso.

Lo mejor que hace José María Muscari con su versión de La casa de Bernarda Alba es respetar el clásico de Federico García Lorca, tomándose licencias pero sin romper el espíritu, el agobiante clima de represión y encierro que caracteriza la puesta y el tono trágico que la envuelve. Hubiese sido un desperdicio que rompa con su fascinante embrujo, y por cierto un atrevimiento que podía costarle caro.

El director pone su mayor mérito justamente en la puesta y tiene diversa suerte con la marcación de las actrices, quizás algo sobrepasadas en el tono general, el volumen dos puntos más alto en la perilla y por momentos subrayados sus trabajos. Lo declamativo a veces se impone por sobre lo interior de las composiciones, en algunos tramos más en la pose que en el conflicto.

La música, los juegos de luces, las rupturas con sus actrices mirando a público son eficaces; algunos tics muy Muscari aparecen ya como su marca registrada, como registro propio de su obra. También están en la dramaturgia de la adaptación, donde el texto se respeta pero la adjetivación muy propia del director se cuela en los parlamentos. Los personajes se dicen "sucia", "miope", "asquerosa", "yegua" y tantísimos tantísimos más durante toda la pieza, y eso suele estar siempre en sus trabajos.

Las actuaciones encuentran a las nueve mujeres de la obra al servicio de sus criaturas, algunas con mayor suerte que otras, pero ninguna desentonando, ninguna fuera de registro, ninguna deslucida en un elenco parejo. Bernarda Alba, sus cinco hijas, la abuela loca, la criada y La Poncia, su mujer de confianza, las geniales criaturas lorquianas tienen la espesura, el peso específico y la fuerza de este clásico de clásicos siempre vigente que vuelve a cautivar al público. La ovación del final, en la sala repleta de bote a bote en el Regina, lo comprueban.

Allí están, entonces, una magistral Norma Pons -hipnótica, cuando está en escena el público no le pierde la mirada ni un segundo- que deja cuerpo y alma en su Bernarda particular, más sargentona que nunca, con ese tono tanguero muy Pons, casi masculina, al borde, por momentos transformada en un verdadero demonio. No le va en saga Andrea Bonelli, la otra gran actuación de la pieza. Su Poncia no pierde nunca el tono, no se pasa ni se pega, justo en el blanco.

Valentina Bassi es perfecta para Martirio; Adriana Aizemberg como la abuela loca María Josefa, la única que lleva la alegría a esa casa de mujeres ocuras y reprimidas, vueve a mostrar su ductilidad.

Están correctas Mimí Ardú, Lucrecia Blanco y Martina Gusmán; y dos personajes claves, Angustias -la mayor por casarse- y Adela -la menor, a quien realidad ama el hombre que disputa con su hermana- son interpretadas por Florencia Raggi y Florecia Torrente, respectivamente. Tal vez hubiesen necesitado actries más experimentadas para los roles. Lo que no quita que tanto ellas como sus compañeras transpiren la camiseta en el escenario.

Ninguna se queda en la comodidad -la obra tampoco lo permite- y se arriesga, prueba, transita y se emociona. Por eso el saludo final las encuentra a todas quebradas, partidas, como esa casa de mujeres bravías que nunca volverá a ser igual después de la tragedia que Lorca retrató colosalmente.