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A 18 años, la tragedia según los niños de Cromañón

Súbitamente me toman de las manos y me arrancan del conglomerado de cuerpos. Sí, estoy vivo pero no puedo mover las piernas. Otras dos manos me toman de los pies y me sacan a la vereda, donde el cáncer de la desidia y la muerte se disemina replicándose infinidad de veces por baldosa.

Alejandro (izquierda),  Marcelo (Derecha)
Alejandro (izquierda), Marcelo (Derecha)

Este diciembre Alejandro y Marcelo, primos hermanos pero según Ale, más hermanos que primos, se juntaron cada vez que Argentina jugó un partido del mundial. Vieron casi todos los partidos juntos y el desenlace triunfal lo salieron a festejar pateando y agitando las calles de Buenos Aires que desbordaban de gente envuelta en una alegría extasiada, una necesidad Argentina de un mundial y un diciembre diferente.

Paradójica y mágicamente estaban juntos, un diciembre, celebrando en la 9 de julio, lo que ni la ironía de la irónica ironía, hubiese sospechado, dieciocho años atrás, también en diciembre


INT.- Casa familiar/ adolescente de 14 años/ 30 de diciembre de 2004, 22 hs.

Todavía faltaban un par de horas para el año nuevo y mientras esperaba que sonara el teléfono fijo de la casa de mi infancia para que mi prima Laura me dijera dónde encontrarnos, me senté en la computadora de escritorio de mi pieza y abrí el Windows Messenger para chatear un rato. Mi prima era la encargada de conseguir unas entradas para terminar el año a pura música. Sin embargo, el teléfono nunca sonó.

Me aburría, nadie estaba conectado. Cambié el nick un par de veces y mientras esperaba que se descargaran un par de canciones del ‘KaZaA’ tuve que poner stop en el Winamp porque desde mi ventana, que daba a la avenida Corrientes a la altura de Scalabrini Ortiz, se colaba de manera perseverante el penetrante sonido de sirenas de ambulancias que no dejaban de pasar.

Después de la ambulancia número diez que pude contabilizar, prendí la tele de catorce  pulgadas que tenía colgada detrás: “Incendio en Once, se prendió fuego el boliche bailable ‘El Reventón” describía Crónica en sus placas rojas. 


LA PREVIA

Ese diciembre Alejandro y Marcelo tenían 13 años y entre confidencias y apuestas, pactaron que si Ale lo acompañaba a Chelo al recital de una banda que le gustaba a él, luego Marcelo quedaba en deuda y tendría que aceptar sin renegar, ir a ver un show que elegiría Alejandro.

La apuesta no tuvo lugar hasta que en un encuentro familiar de fin de año, unos primos más grandes que ellos, los invitaron a ver un recital para cerrar el año festejando a pura música.

Marcelo supo ver que esa era su oportunidad, y  si bien había tres fechas posibles para ir - 28, 29 y 30 de diciembre-, nunca dudaron en ir otro día que el 30. Era jueves pero todo cerraba perfecto porque al día siguiente era feriado y el último día del año. ¿Qué podía salir mal? 


EXT. - Local Locuras/ Marcelo, 13 años/ 20 de diciembre de 2004

Son los primeros años del nuevo milenio, la banda ancha está en plena pubertad, no existe la venta de entradas digitales, no se inventaron los códigos QR y el monopolio consensuado de la venta de entradas para recitales la tiene ‘Locuras’, un local con tres sedes que se dedica de forma exclusiva a la venta de ropa y accesorios de rock.

Marcelo y Vilma, su mamá, van al local y consultan por el valor de la entrada. En ese momento, el vendedor les responde que él solo está capacitado para decirles el precio que tiene la entrada, porque el valor de la es algo que solo ellos le podían otorgar. 

Marcelo y Vilma se miran entre tentados y extrañados y compran la entrada. Diez pesos.

Se retiran del local recalculando sinápticamente la contestación del vendedor sin saber que esa respuesta redoblará su sentido sólo 10 días más tarde.



EXT. - Alejandro, 13 años. Marcelo, 13 años. Luis, Ariel y Diego, +18  / 30 de diciembre 20 Hs

La noche empieza a la tarde. 

Se juntan en la casa de Luisito, uno de los primos más grandes, donde los mayores de edad toman unas cervezas y luego se suben a un 147 blanco que los deja en la zona del recital.

Estacionan el auto en un lavadero que hace las veces de estacionamiento pago y antes de caminar hacia el recital, se reúnen espontáneamente y concretan una reunión en círculo,  en la que acuerdan que en caso de perderse uno del otro o separarse durante el show, el lavadero sería el punto de encuentro.

Se está haciendo de noche y empiezan a patear las calles de Once.  Marcelito y Ale se miran porque el ambiente es denso. Hace calor y hay mucha gente en la calle tomando alcohol. Se nota que algunos empezaron desde temprano. En su corta edad no habían frecuentado otros barrios de noche y sienten la incomodidad de lo desconocido.

Marcelo ya había ido a algunos recitales, pero este ambiente tiene algo diferente. Es especial, tenso.


INT. - República de Cromañón/ Alejandro, 13 años. Marcelo, 13 años. Luis, Ariel y Diego, +18  / 30 de diciembre de 2004, 22 Hs

Cromañón es un espacio de dimensiones complejas. Se ingresa por un pasillo que lleva a la zona donde está el escenario. Hay escaleras ubicadas en dos extremos del local, que acceden a un entrepiso donde están los baños y abajo, detrás de una de las escaleras, hay una barra donde venden bebidas.

Ingresan los cinco juntos y se ubican debajo de unas escaleras en el extremo opuesto a la puerta de entrada. Ale percibe una cantidad exagerada  de gente.

Está terminando de tocar ‘Ojos Locos’, la banda telonera y mientras Omar Chabán, un tipo conocido en el ambiente del rock sube al escenario a pedirle al público que se porte bien y que no prendan bengalas, algo clásico y habitual de la época, Luis va al baño. 


EL CAOS

INT. - República de Cromañón/ Marcelo, 13 años / 30 de diciembre 22:50 Hs 

Suenan un par de acordes y empieza el show. Callejeros, con la voz de Patricio Fontanet empieza a tocar.  “A consumirme, a incendiarme, A reír sin preocuparme, hoy vine hasta acá…”

Todo el mundo está excitado. El recital arrancó y en un clima de fin de año, de festejos y alegría, las voces del público acompañan a la banda que canta ‘Distinto’. 

Algunos saltan, otros arman pogo y otros saborean la canción en el lugar.

La altura de mis trece años me impide llegar a ver bien el escenario pero me las ingenio para disfrutar. Huelo a cerrado, a noche de verano, a transpiración a alcohol. A humo. 

El show, por unos poquísimos minutos, es pura fiesta.

Sin darme cuenta cúando, me obnubilan decenas de bengalas que se prenden dando lugar a un espectacular show de colores que al cabo de dos minutos se funden en un negro de luto. 

No solo se apagan las luces de colores, sino que se corta la luz y ya no veo ni mis propias manos. 

Se me apagan los ojos y pierdo la noción de cómo entendía el tiempo hace apenas treinta segundos. 

Los minutos se hacen más largos y solo veo luces chiquititas. No sé qué hacer, así que me quedo parado. Y de pronto empieza a pasar gente por al lado mío, y de repente por encima mío. Y yo estoy exasperado por encontrar una cara conocida, pero en realidad no veo las caras de las personas, solo busco desesperadamente encontrar un conocido que me ayude a salir. Y la cara conocida nunca aparece, así que pienso, comprendo y asumo que a partir de ahora, aunque tengo trece años, yo soy mi propio responsable. Y veo una luz y entiendo que tengo que ir hacia ella porque esa es la puerta de entrada, y la gente me empuja y en un momento la gente se empieza a caer y de pronto caminando me choco con cosas y esas cosas son cuerpos de personas y los cuerpos se acumulan unos sobre otros. Y luego caigo yo boca arriba sobre alguien y el que viene atrás cae sobre mí. Y los gritos, y los llantos y la gente aplastada. Y pierdo las zapatillas, y manoteo alrededor y toco seres humanos y quiero hacer fuerza para salir pero tengo trece años y no puedo. Inhalamos humo, respiramos media sombra y espiramos muerte. Y se me empiezan a cerrar los ojos y pienso que me estoy quedando dormido y ya no hago más fuerza. 


INT. - República de Cromañón/ Alejandro, 13 años / 30 de diciembre de 2004 22: 50 Hs 

Está terminando de tocar ‘Ojos Locos’, la banda telonera, y mientras Omar Chabán, un señor conocido en el ambiente del rock, sube al escenario a pedirle al público que se porte bien y que no prendan bengalas, Luis va al baño. 

Suenan un par de acordes y Callejeros empieza a tocar. “A consumirme, a incendiarme, A reír sin preocuparme, hoy vine hasta acá…”

Todo el mundo está excitado, el recital empezó y  las voces cantan ‘Distinto’. 

Algunos saltan, otros arman pogo y otros saborean la canción parados en el lugar. Me sumo a la gente que salta porque esto es una fiesta. Una de mil colores y humo de las bengalas, que son muchísimas. 

Yo salto en el lugar pero estamos tranquilos los cuatro. Cerca nuestro no se arman rondas ni pogos.

Salto y desciendo. Mis pies casi no alcanzan a tocar el suelo cuando repentinamente la música se apaga y el show se detiene. Miro las escaleras, Luis está bajando. Lo miro, me mira y en un arrebato nos agarra a mí y a Marcelo. Su cara es lo último que alcanzo a ver, cuando las luces y mis recuerdos se apagaron para siempre.

La fiesta y los colores ahora eran oscuridad y humo. Había que caminar hasta la puerta, salir de ahí.

De un momento a otro, unas lucecitas empezaron a guiarme. ¿Los bomberos? ¿Linternas?.

Nadie sale caminando de Cromañón. El piso de cemento se vuelve de carne y hueso, de cuerpos amontonados. Cada paso me enfrenta con montañas de gente atascada, atorada. Trabada, acumulada.

La remembranza no es mérito propio, sino de las cicatrices que me descubro luego y guían el recuerdo en retroactivo. 

La puerta está cerca pero no llego. La oscuridad, el veneno del humo, la gente y la debilidad me apagan. Me rindo.

Puse todas mis fuerzas a disposición de mi vida pero no pude más. 

Cromagnon
Alejandro (izquierda) Marcelo (derecha)


SOBREVIVIR.

EXT.- Bartolomé Mitre 3060, Ocne/ Marcelo, 13 años / 30 de diciembre 23:50 Hs 

No puedo mover las piernas pero me despierta una tormenta de agua que solo cae sobre mí, en mi cara.

Veo luces, bomberos y linternas. Estoy vivo. 

Súbitamente me toman de las manos y me arrancan del conglomerado de cuerpos. Sí, estoy vivo pero no puedo mover las piernas.

Otras dos manos me toman de los pies y me sacan a la vereda, donde el cáncer de la desidia y la muerte se disemina replicándose infinidad de veces por baldosa.

No es cierto que prefiera estar dentro de Cromañón, pero afuera las imágenes me intoxican de lo crudas que son. Una guerra sin contrincante: Sirenas de ambulancia, gente llorando, gente gritando, mucho ruido y confusión. 

Las cicatrices de Cromañón vienen de afuera, de las calles que se transformaron en morgues. De los  cordones de las veredas que operaron de hospital, de las caras desfiguradas de la gente desesperada.

Recobro la circulación de sangre por mis piernas y dimensiono que lo que está pasando es grave de verdad.

Vinimos cinco pero estoy solo. Comienzo a estar más lúcido y me acuerdo del 147 blanco, del lavadero y el pacto. Emprendo camino y a los pocos metros ocurre el milagro del ansiado encuentro con la cara conocida que buscaba desde la oscuridad que provocó la tragedia. Es Luis. 

Y aunque yo pensaba que estaban todos juntos y yo era el único perdido, solo es Luis.

Al tiempo aparece Diego y luego Airel, que lo vemos sobre el pavimento un poco golpeado siendo asistido por gente desconocida. 

Estamos todos menos Alejandro. Dónde está mi primo, mi amigo, mi confidente, mi hermano. 

La prioridad es buscarlo, así que resuelven rápidamente el plan  de dejarme a salvo, al cuidado de un grupo de gente desconocida, mientras yo no puedo hacer otra cosa que llorar.

Estos desconocidos me piden que pare de llorar, pero yo no puedo y me llevan a dar vueltas para seguir encontrando gente.

La calle se había convertido en un cementerio por el que yo caminaba descalzo deseando no reconocer caras familiares entre los cuerpos enfilados sobre las veredas.

La sensación es ambigua: la pseudo alegría de no estar encontrando a mi primo entre los muertos, se pelea con la naturalización de estar identificando muertos.

Y caminando aparece mi tío Javier, que nada tenía que ver con el recital y no entiendo qué hace acá, pero que me rescata de los desconocidos para llevarme con mi mamá y mi papá.

Pero con mi mamá y mi papá está también Paula, mi tía. 

Me mira, me abraza y me pregunta por Ale, su hijo. 

instintivamente de mis inmaduros trece años, sin saber si mi primo estaba vivo, o  enfilado en alguna vereda, se desprende de mí un hombre adulto y contenedor que le dice a mi tía que Alejandro estaba bien.

No se si me creyó, porque lo que siguió fue el comienzo de la procesión hacia los diferentes hospitales.


INT.- Hospital Santojanni/ Marcelo, 13 años / 31 de diciembre de 2004,  03:15 Hs. 

Me despierto en una habitación de hospital. Me dan oxígeno mientras no paro de escupir hollín.

Alejandro sigue sin aparecer. 

A mi tía Paula le informan sobre  algunas morgues para recorrer y mi tío sigue buscando a Ale en los hospitales, mientras madres y padres de amigos de la primaria de Alejandro, repasan una y otra vez listas de hospitalizados y muertos que empiezan a desarrollarse como rituales en la puertas de todos los hospitales públicos de la ciudad. 


EXT.- Bartolomé Mitre 3070, Ocne/ Alejandro, 13 años / 30 de diciembre de 2004, 23:30 Hs 

No sé cómo ni de dónde pero encuentro fuerzas y se activan todos los músculos de mi cuerpo.  Puedo seguir un poco más y en cuanto estiro una mano, me extirpan del montón de gente aplastada. Me sacan pero me apago. Me desvanezco y lo próximo que siento es a dos personas agarrándome de las manos y de los pies para separarme del tumulto, mientras me tiran una cantidad inexplicable de agua en la cara.

Una piba me ve chiquito y se queda conmigo, en el cordón de la vereda.

Recupero el aliento y la lucidez pero todavía no entiendo mucho lo que está pasando y solo me pregunto dónde está Marcelo.

Pasan los minutos y me acuerdo del 147 blanco, del lavadero y el pacto. Ya cerca, veo que en el lavadero no hay nadie. No está Luis, tampoco Ariel ni Diego. No está Marcelo.

Estoy solo.

Toco la puerta del lavadero. El dueño, me reconoce y me deja pasar al interior del local. Le pregunto por mis primos y me dice que ya vinieron, que están bien. Le creo pero soy obsecuente e insisto en describir a Marcelo con mis manos, preguntándole específicamente si entre los que habían venido, había alguien con sus características físicas.

-No, a ese no lo vi- respondió.


Lo que resta, no se le hubiese ocurrido ni al mejor guionista.

Una película basada en hechos reales, en la los primos atraviesan horas desconsoladas sin saber con certeza si el otro salió con vida del recital. Familias desesperadas pendulando entre la alegría de los rescatados y la desidia del desaparecido.

Mientras Marcelo descansa en la cama de la habitación de sus padres, grupos enteros de familias buscan a Alejandro durante toda la noche, con la desesperanza propia del contexto y la fe de poder recuperar aunque más no sea su cuerpo.

En paralelo, Alejandro pasa toda la noche en el interior del lavadero:

-Lo primero que pensé cuando el dueño del lavadero me dijo que habían venido Luis, Ariel y Diego, fue que iban a volver. Mi instinto de trece años, consumido por el veneno de la media sombra inhalada, me decía que me quedara ahí, que iban a volver

Interrumpo su relato y le pregunto si en algún momento se le ocurrió hacer otra cosa, y responde que todo era muy complejo. En una época sin celulares su intuición lo llevó a llamar por teléfono a una casa en la que ya no había nadie, porque todos habían salido a buscarlo.

- Me acordaba de memoria el teléfono de la casa de algunos amigos de la primaria, pero no me atendía nadie. Además el teléfono desde el que llamaba era con monedas y yo tenía trece años, no tenía plata, me la tenía que prestar el dueño del local, que no entendía nada de lo que estaba pasando y llegó un momento en el que no me quiso prestar más.-

Alejandro cuenta que con el paso de las horas,el dueño le ofreció una colchoneta para que pasara la noche ahí y él nunca dudó en hacer otra cosa. 

Sin saber dónde estaba ni cómo volver a su casa, descalzo y en calzones, pasó la noche vomitando restos del humo inhalado. Hollín, desesperación y angustia. Cuenta que en ese lugar había una televisión en la que mostraban imágenes de lo que pasaba a metros suyo y que ninguna de las experiencias previas se asemejó al infierno psíquico que vivió mientras los noticieros actualizaban progresivamente la cantidad de muertos, en un mundo en el que Marcelo nunca había llegado al lavadero. 

La desgracia transmuta en milagro y concluye al día siguiente, cuando Alejandro pide hacer una última llamada antes de que el dueño lo sacara del lavadero porque tenía que abrir el local. 

Llama a su casa y lo atiende la mamá de Demi, su mejor amigo de la primaria. Ale, ingenuamente desconcertado sobre el impacto social de la tragedia de Cromañón, atina a explicarle qué hacía ahí para que lo fueran a buscar.

Fue ahí cuando los padres de Alejandro cambiaron la dirección de las morgues, por la del lavadero.



Hoy estas historias de vida cumplen 18 años.

Dos vidas que continuaron su curso entre psicólogos, declaraciones y audiencias por el juicio que se inició meses después de la tragedia. Entre marchas y movilizaciones para pedir que no haya olvido ni perdón. Entre hacer chistes sobre el tema para poder drenarlo, y no poder ver imágenes sobre lo ocurrido. Entre crecer y desafiar la conjetura social de ser sobrevivientes de Cromañón.

Marcelo y Alejandro fueron parte de los niños de Cromañón, una  masacre, como la llaman ellos, que hoy alcanza la mayoría de edad. 

Marcelo y Alejandro, de 31 años, son músico y profesor de educación física respectivamente.

Hace pocos años que pudieron permitirse no respetar tajantemente los días de marcha y ya no les parece un insulto pasar el 30 de diciembre sin hacer de forma exclusiva, actividades alusivas a recordar Cromañón.  Ya no precisan estar presentes para recordar los hechos. Los tienen marcados en la piel y la conciencia.

Porque el nudo que hizo que ciento noventa y cuatro sueños se escaparan en un grito, y que apretó sus vidas con presión, se fue desatando y transformándose en un tiempo de estar, ya no por ellos mismos, sino por las ciento noventa y cuatro personas, a las que una noche fría de verano les arrebató la ilusión.

Por los invisibles. 

Porque cuando la sed estuvo a punto de ahogarlos de razón, resistieron y lucharon por un viento mejor. Porque como el olvido es la pastilla suicida, olvidar los daños está prohibido. No solo por ellos y por honrar sus vidas, sino por los rocanroles sin destino que se hundieron allá, y no volvieron más. 

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