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Vocación de poder

*Por Roman Lejtman. Cristina hará historia cuando se entregue a sí misma la banda presidencial, el próximo 10 de diciembre. Tiene un proyecto de poder, escasa dependencia política interna y una oposición sin reflejos. Su mandato se extiende hasta 2015, pero su voluntad política carece de fecha de vencimiento, aunque la Constitución Nacional enfrente sus deseos y pretensiones.

Para Cristina, la ley es un hecho del poder. Y el poder, en democracia, es un reflejo de los votos. Si hay votos, hay poder. Y si hay poder, es posible cambiar las leyes. La Constitución Nacional, en definitiva, es una ley.

Pero Cristina quiere trascender los votos propios y ocupar un espacio diferente en la historia contemporánea.

Carlos Menem reformó la Constitución Nacional mintiendo a la opinión pública y transformando al radicalismo en cómplice político. Ricardo Alfonsín aceptó la lógica de Menem para colocarse como referente de la oposición. Sabía de las ambiciones del presidente peronista, pero no le importó: había un atajo para regresar, y lo tomó. Cristina no quiere ese lugar en la historia. Pretende ser la arquitecta del nuevo poder institucional, y rechaza con vehemencia las comparaciones que pueden ubicarla en un supuesto Pacto de Olivos II.

En la Casa Rosada, se plantea una lógica simple de poder. Si los votos pertenecen al apellido Kirchner, y el poder fue ratificado en elecciones, por qué debería cederse en el futuro ante un obstáculo constitucional. Para el gobierno, los límites impuestos a un tercer mandato presidencial significan sólo una traba formal, a un proyecto político que intenta transformar para siempre a la Argentina.

Entonces, es fácil de explicar: los votos son más importantes que las normas ya constituidas. Con los votos se puede reformar la Constitución Nacional, y poco importa que la teoría política democrática rechace proyectos cuasi perpetuos y monocromáticos, aunque sean apoyados por millones de voluntades en comicios libres.

Frente a la inercia que provoca un masivo respaldo popular a Cristina, la oposición tiene dos caminos diferentes. Puede esperar su oportunidad, y languidecer ante un movimiento político que crece en volumen y experiencia. Esa espera puede durar años, o súbitamente aparecer en el escenario una oportunidad, si una crisis política del peronismo espanta al voto autónomo y modifica las actuales correlaciones de fuerza. No obstante, como está hoy el panorama político, Cristina tiene suficiente poder para domesticar, seducir y sojuzgar a cualquier patrulla perdida que se atreva a promover un cambio de alineamiento.

Ante la imposibilidad de aprovechar una crisis interna, y asumiendo que la ambición política es incapaz de convivir con la paciencia, no es inusitado considerar que un triunfo amplio de Cristina fuerce las negociaciones para llegar a una reforma constitucional que satisfaga a ambas partes. El gobierno quiere permanecer, y la oposición necesita una soga para justificar su protagonismo en el sistema democrático. Si hay interés compartido, hay acuerdo político. Y si hay acuerdo político, la reforma constitucional será noticia en los próximos meses.

No hay un solo referente de la oposición que no haya cuestionado el presidencialismo de la Constitución Nacional. Y existen incontables antecedentes locales promoviendo un sistema parlamentario con Primer Ministro y Presidente. En este contexto, el gobierno imagina un acuerdo nacional para sentar las bases de una profunda reforma que modifique la arquitectura del poder en la Argentina. Una vez realizado los cambios institucionales, se elegiría un Presidente por voto directo y un Primer Ministro con una mayoría especial del Congreso, donde oficialismo y oposición presentan a sus candidatos (ya son legisladores) para ocupar ese puesto clave en el poder.

Entonces, importaran los votos, no habrá límite constitucional, ni candidatos alternativos en el partido dominante. Solo restaría saber quien ocupará el puesto de Primer Ministro. A partir de diciembre de 2015.

El poder solo desgasta a quien no lo tiene.