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Una muerte anunciada

* Por Ricardo Roa. El muerto ahora fue uno, pero pudieron ser más. Como si Cromañón, la fiesta negra de las bengalas , no hubiera sucedido. Y no hubiéramos aprendido nada de semejante tragedia, la peor en número de víctimas de la historia provocada por causas no naturales.

La bengala que se clavó hace nueve días en el cuello de Miguel Ramírez, un muchacho de 32 años, con dos hijos y un tercero en camino, acabó ayer con su vida (Ver: Murió el joven herido por una bengala en un recital).

Una bengala es un arma descontrolada lanzada por descontrolados . Tanto en un lugar cerrado como en otro tan abierto como el Autódromo de La Plata.

Como muchos otros, Ramírez era un fan de La Renga, un trío de rock barrial que sigue el modelo de Los Redondos: se maneja en forma independiente y autogestiona sus shows. Hoy es el grupo más convocante, junto al del Indio Solari.

Callejeros, protagonista de Cromañón, se autoproclamaba la banda más pirotécnica. Los mismos músicos llevaban bengalas a los recitales. Eran pieza clave de su folklore. Lucraban con eso. La Renga nunca lo hizo. Al contrario, lo condena.

Pero algunos o muchos de sus seguidores las llevan igual .

¿Cómo es posible qué después de las 193 muertes de Cromañón se insista con la locura de arrojar lanzas encendidas en espacios atestados de gente? Una explicación es que así los espectadores pretenden un protagonismo tan grande como el de los propios músicos . Aunque sea un protagonismo suicida y criminal: las víctimas pueden ser cualquiera, incluso ellos mismos.

Arrojar una bengala es un acto de exhibicionismo, como de iluminarse a sí mismo, encender la atención. Como lo buscan en una cancha los que se suben a los paraavalanchas o se cuelgan de un alambrado, en una pretendida muestra de fanatismo y de valor. Pero acá la diferencia es que se puede matar a otro, como pasó con Ramírez.

En la Argentina post Cromañón, las bengalas son un síntoma grave. Y lo peor es que puede haber otros Ramírez.