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Un hábito democrático

* Por Ricardo Trotti. Este tipo de contienda sirve para que los procesos electorales sean más transparentes, justos y competitivos.

El último debate preelectoral en Perú, entre Keiko Fujimori y Ollanta Humala, aunque estuvo plagado de acusaciones, golpes bajos y no desequilibró la balanza a favor de uno u otro candidato, cumplió con su objetivo de estimular la participación directa del ciudadano en el proceso electoral y así fortalecer la cultura democrática.

Pese a que los candidatos suelen ser reacios a los debates, por temor a que sus ventajas en las encuestas se desvanezcan, no existen estudios confiables sobre si éstos finalmente influyen para ganar o perder una elección. Así quedó demostrado en Perú y, antes, con las confrontaciones entre los aspirantes Barack Obama y John McCain en Estados Unidos, donde esta tradición se institucionalizó tras una serie de aguerridas disputas televisivas entre John Kennedy y Richard Nixon en 1960.

Sin embargo, de lo que sí hay certeza es de que este tipo de contienda sirve para que los procesos electorales sean más transparentes, justos y competitivos. No suelen influir entre quienes ya tienen lealtades partidarias o posiciones tomadas, pero son vitales para los indecisos.

Son útiles para apreciar en forma directa las actitudes y propuestas de un candidato bajo presión, sin la contaminación de los medios, de la propaganda y de los mítines políticos, en donde el público es tratado como masa, cegado emocionalmente por eslóganes, símbolos y discursos.

La reticencia a debatir en forma directa durante las campañas electorales también desnuda el bajo nivel de madurez, apertura y transparencia de un sistema político. Cuanto más autoritario es un gobierno, menos espacio existe para discutir y tolerar ideas ajenas a la "verdad oficial".

Prueba de ello es que se trata de una práctica inconcebible en regímenes como los de Hugo Chávez, en Venezuela; de Evo Morales, en Bolivia; de Daniel Ortega, en Nicaragua; o de Cristina Fernández de Kirchner, en la Argentina; quienes accedieron a las presidencias a través de discursos en actos propagandísticos, sin intercambiar argumentos con sus contrincantes ni prestándose siquiera a confrontar con periodistas y medios de comunicación.

Por el contrario, otros sistemas que se caracterizan por una apertura y tolerancia política mayor –como son los casos de Chile, Brasil, Colombia, México, Uruguay, Panamá y Costa Rica–, desde hace décadas vienen incorporando la sana costumbre de los debates preelectorales, lo que crea mayor confianza y participación directa del público.

Voluntad u obligación. En la Argentina, donde los debates no forman parte de la carrera presidencial, aunque parece que ya no se podrá evitar la tendencia, existen positivos ejemplos alentados por los medios. En Córdoba, La Voz del Interior viene creando el hábito desde hace más de 30 años entre candidatos a gobernador, intendentes y legisladores. Para organizarlos, como sucederá seguramente para las elecciones del 7 de agosto, tendrá que convencer a los candidatos, ya que éstos no lo tienen incorporado como aspecto obligatorio en su cultura política.

En Estados Unidos no fue diferente –pese a que la tradición se remonta a más de 150 años, cuando se enfrentaron los senadores Abraham Lincoln y Stephen Douglas– hasta que se reformó la ley electoral y luego se creó la Comisión de Debates Presidenciales, una organización autónoma, sin fines de lucro, que le quitó el peso de la organización a las cadenas televisivas. Similares actitudes siguieron España, Francia e Italia, entre otros países.

Más allá de que en varios países latinoamericanos, entre ellos la Argentina, existen proyectos de ley para que los debates presidenciales sean obligatorios, lo importante es que se incentiven. Son tan vitales para la compenetración directa del ciudadano con su gobernante como el control financiero de los partidos políticos y la veeduría de observadores internacionales lo son para la transparencia de los comicios.

Pero para que los debates preelectorales así como la discusión y la tolerancia de ideas formen parte de la cultura democrática, no sólo basta incentivar el hábito en la clase dirigente. También deben incorporarse a la educación secundaria y universitaria y motivarse en certámenes estudiantiles. Ésa fue una fórmula de éxito en Estados Unidos.