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Tus hijos, ¿ya se fueron de casa? - Parte 3

Ser una cordobesa anclada en Buenos Aires, tiene sus precios. Por ejemplo ¡recibir siempre visitas! Bienvenidas sean todas, pero hoy quiero recordar las de mi hija.

Cuando mi hija venía de visita

Tiempo, distancia y vida me han separado ya de mis hijos.  Eso hace que muera de nostalgia cuando no nos vemos, y agonice de cansancio cuando me vienen a visitar.  Ni los Rolling Stones ni las siete tribus de Jerusalem podrían desquiciar de tal modo un departamento de dos ambientes.

No sé por qué recuerdo  tan especialmente la visita de mi hija, que después se caso, tuvo una hija y me sigue visitando. Es decir ahora todo ha cambiado, ¿pero habrá cambiado tanto como lo recuerdo?

Estoy segura de que no había nada improvisado en sus maldades: lo planeaba mientras no nos veíamos y me lo descerrajaba en cuanto entraba hasta que gritaba:¡Pará, que ésta es mi casa! Entonces se ofendía y, por supuesto...no se iba nada

La niña de mis orzuelos

Hay algo profundamente gratificante en tener una hija.  Por ejemplo, que no traiga botines o camisetas de rugby para lavar. Es también más modosa, o al menos hace pis sentada, lo que ya es un alivio

Y allí se terminan sus ventajas, porque, aunque cada uno de mis hijos mantenga su estilo, ambos, como todos los cordobeses, tienen ideas extrañas sobre Buenos Aires, por ejemplo, que aquí se concentra lo "último" y pasa (a nivel de espectáculo) "lo mejor".  Visto desde el interior parece razonable, pero cualquiera de los que aquí vivimos podemos dar fe  de que nunca tenemos aliento para ir a ver "lo último",  ni plata para presenciar "lo mejor".  Sin embargo, cuando llegaba la luz de mis ojos, traía un itinerario como para reventar siete postas de diligencia.  La vida se volvía un loco trajinar entre museos, teatros y las novedades de la ciudad que una ha decidido ir a ver "cuando pueda" (término muy cercano al "nunca").  Generalmente tendía a rematar los festejos en casa (mi casa) invitando amigos.  Y yo me dormía en el baño, único lugar que me había dejado libre.

El saqueo

Cuando mi angelito se tomaba un respiro comenzaba la parte más dolorosa de su estadía: una prolija, requisa de la casa para ver "qué te sobra", es decir, "qué se llevaba".  Huelga aclarar que no sobraba nada, pero: "¿Esta camisa hace mucho que no la usas?".  Sí, desde ayer. "¿Entonces me la puedo llevar?".  Diciendo y haciendo, ya se ha puesto la pilcha, se ha admirado frente al espejo y hay que tener un corazón más espantoso que el mío para poder sacársela.  Como la niña era pobre de limosneo, luego de la pilcha, avanzaba una vez más sobre las sábanas, las toallas, las servilletas y las provisiones.  Aunque parezca una exageración (que ella jamás podrá desmentir) cierta vez se llevó ¿hasta la tapa de la pava!  Nunca supe para qué.  Tal vez juntaba latas y las vendía por peso a los cirujas.  Pero quizá lo que más sentía, amén de su ausencia cuando se iba, era descubrir que no tenía champú (justo cuando me estaba duchando), o que se afanó mi delineador o mi último par de medias sin corridas.  Por supuesto que en el momento del adiós debía darle plata, nunca estaba segura si era un regalo o si le estaba pagando par que, por fin, se fuera.

Ahora, toda una señora, solo ha conservada su frenesí por pasear y su amor por cuanto tango se toque o baile en esta city. Lo único que se lleva cuando se va, es la mitad de mi corazón.