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Tras una década, los mismos riesgos

Por Julio César Moreno* La anomalía política se mantiene desde 2001, lo que crea incertidumbre. La ciudadanía vacila entre el voto por el cambio y el temor al cambio.

La anomalía política e institucional se mantiene desde hace una década. Tras la restauración democrática en 1983 y las presidencias de Raúl Alfonsín (1983-1989) y Carlos Menem (1989-1999), el país iba por la senda de una democracia relativamente estable, con todas sus imperfecciones.

Cuando asumió Fernando de la Rúa a fines de 1999, el camino parecía ser el mismo, hasta que llegó la crisis de 2001 (quiebre de la convertibilidad, "corralito bancario", fuga de capitales) y la explosión de fines de ese año, que terminó con el gobierno de De la Rúa. La historia posterior es conocida: primero Adolfo Rodríguez Saá decretó el default y después Eduardo Duhalde tuvo que aceptar una devaluación impuesta por el mercado, por lo que el dólar pasó del uno a uno al uno por cuatro.

Desde entonces, el tradicional "bipartidismo imperfecto" argentino se hizo añicos y fue reemplazado por una extrema fragmentación y volatilidad del sistema político-partidario, que se vio reflejada en las elecciones de 2003, en las que Menem se impuso con el 24 por ciento de los votos, seguido por Néstor Kirchner (22 por ciento), Ricardo López Murphy, Elisa Carrió y Rodríguez Saá. Menem renunció a la segunda vuelta porque las encuestas lo daban perdedor, y asumió Kirchner.

En 2007, Cristina Fernández de Kirchner se impuso con más del 46 por ciento de los votos. Según el resultado de las recientes primarias, en la elección de octubre superaría el 50 por ciento, que es el porcentaje histórico de los presidentes electos desde 1983. La oposición fue dividida y casi diezmada en las primarias, con tres candidatos que oscilaron entre 10 y 12 por ciento y otros con cifras menores, que en total se acercaron al 50 por ciento.

Sin líder opositor. No se perfila, pues, una oposición fuerte y relativamente coherente, y menos un líder de la oposición que sea el interlocutor del Gobierno, como sucede en la mayoría de las democracias europeas. Cuando Felipe González mandaba en España, el líder de la oposición era el centroderechista José María Aznar, quien gobernó después ocho años. Y cuando los socialistas volvieron al poder en 2004, con José Luis Rodríguez Zapatero, el jefe de la oposición ya era Mariano Rajoy, heredero de Aznar al frente del Partido Popular.

En Estados Unidos, no hay un líder de la oposición, ya que ésta se expresa en una o ambas cámaras del Congreso. El presidente demócrata Barack Obama debe coexistir y negociar con una Cámara de Representantes (de Diputados, en la Argentina) controlada por los republicanos.

Algo parecido sucedió en nuestro país, cuando los partidos de la oposición obtuvieron una ligera mayoría en las elecciones legislativas de 2009. Pero no se trataba de una mayoría sólida y articulada, sino más bien dispersa y cambiante según las votaciones.

Por otra parte, no hay un partido gubernamental u oficialista en sentido estricto, ya que la política oficial no se apoya en un partido sino que es dictada por la Casa Rosada; es decir, desde el vértice del poder. Además, el Gobierno no ha demostrado la más mínima disposición a negociar o acordar políticas.

Pero todo lo sólido se disuelve en el aire, como decía Karl Marx en el Manifiesto comunista de 1848, o corre el riesgo de disolverse. Y ése es el riesgo argentino, que se reitera a lo largo de la historia: la disolución del sistema político e institucional por los golpes de las crisis económico-sociales, los cambios de humor o los vaivenes electorales.

Se supone que las lecciones han sido aprendidas, pero esto lo deberán demostrar el Gobierno, la oposición y la sociedad, que no siempre es inocente.