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Todo sigue igual

Se suponía que la presidente Cristina Fernández de Kirchner estaba por emprender el martes pasado una iniciativa realmente espectacular destinada a modificar el conflicto sobre Malvinas.

Bien que mal, no estuvieron a la altura de las expectativas suscitadas. Decirnos que podría difundirse pronto la totalidad del Informe Rattenbach acerca del manejo del conflicto por parte de la dictadura militar no ocasionó sorpresa, ya que desde hace décadas virtualmente todo el contenido es de dominio público. Asimismo, protestar ante el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidos por la "militarización" del Atlántico Sur por parte de los británicos porque el príncipe Guillermo llegó a las islas vestido en el "uniforme del conquistador" y están por enviar a la zona un buque de guerra moderno en reemplazo de otro menos sofisticado no puede considerarse una novedad: denuncias de este tipo forman parte de la rutina diplomática. Por lo demás, hasta nuevo aviso el Consejo de Seguridad de la ONU, del que el Reino Unido es un miembro permanente con derecho a veto, dará prioridad a asuntos a su parecer un tanto más urgentes como las matanzas en Siria y el peligro de un estallido bélico entre Irán por un lado e Israel y, tal vez, las potencias occidentales por el otro. Aunque es positivo que el gobierno se haya propuesto preocuparse más por los problemas de los veteranos de la guerra de 1982, el anuncio en tal sentido no justificó la manifestación de unidad nacional impulsada por la presidenta.

Sea como fuere, aunque ambos gobiernos saben muy bien que es nulo el riesgo de que se reanude dicha guerra –las fuerzas armadas argentinas no están en condiciones de apoderarse de las islas y las británicas no tienen por qué invadir el territorio continental– parecería que a los dos les conviene insinuar lo contrario. Mientras que Cristina entiende que la "sintonía fina", es decir el ajuste, que ha comenzado a aplicar podría costarle el apoyo de los más perjudicados por las medidas que ya ha tomado y que tendrá que tomar en las semanas próximas, el primer ministro británico David Cameron no puede darse el lujo de brindar una impresión de debilidad y, por lo demás, se ve obligado a prestar atención a quienes le advierten, sobre la base de un informe que se difundió hace poco, de que en 1982 el presidente de facto Leopoldo Fortunato Galtieri creyó que la reducción del presupuesto militar británico significaba que las islas quedarían indefensas. Como es natural, Cameron no quiere ser acusado de cometer nuevamente el mismo error que se atribuye a su antecesora Margaret Thatcher, de ahí el envío del destructor HMS Dauntless al Atlántico Sur.

Por desgracia, es poco probable que se modifique mucho la situación existente. La negativa tajante de nuestro gobierno, con el apoyo decidido de virtualmente todos los integrantes de la clase política nacional, a tomar en cuenta los deseos de los pobladores de las Islas Malvinas –algunos de ellos descendientes de los colonos que llegaron en la primera mitad del siglo XIX– constituye un obstáculo insalvable. Antes de 1982 se daba la posibilidad –leve, quizás, pero no inconcebible– de un arreglo diplomático con el gobierno británico que pasara por alto los sentimientos de los malvinenses, pero a partir de aquel enfrentamiento desastroso una eventual solución dependería de su voluntad. Claro, una política de seducción, como la ensayada en su momento por el gobierno del presidente Carlos Menem, requeriría mucha paciencia y cierta dosis de humildad, cualidades que, es innecesario decirlo, distan de ser características de nuestra dirigencia política, razón por la que es probable que lo que para tantos es "la causa nacional" por antonomasia siga siendo a lo sumo una aspiración por muchos años más en los que continuaría estando disponible para que, en tiempos de dificultades políticas, la aprovechen gobernantes u opositores cuando quieran llamar la atención a su fervor patriótico.